SIEMPRE he pensado que es buena idea llevarse bien con cocineros y camareros, en tanto que manipuladores de alimentos.
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ES ALGO que nos resulta muy pesado, agotador y repetitivo, y de lo que no podemos librarnos con facilidad.
Ejemplos de uso: «Ir de compras es súper sisifante» o «Este asunto me está resultando absolutamente sisifante».
Viene del ejemplar castigo que los Jueces de los Muertos le impusieron al sinvergüenza de Sísifo. Tenía que subir un enorme bloque de piedra a lo alto de una montaña y dejarlo caer por el otro lado. Pero siempre que estaba a punto de llegar a la cima, el bloque rodaba hasta la base de la montaña y vuelta a empezar.
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LA LUZ del mediodía entra en la habitación. Sentada, esperando, miras los aviones pasar.
Desde la ventanilla veo el edificio sobresaliendo entre las casitas de juguete y saludo con la mano como si pudieras verme.
Charlamos entre el ajetreo, las conversaciones un poco altas y alguna queja. También alguna risa. Me preguntas las razones y te digo que no hay ninguna (si las hay, no me importan). Con la mano izquierda dibujas un velero de velas triangulares. El azul del mar no acaba de gustarte. Te digo que el mar nunca es exactamente azul, que en los mapas antiguos era verde.
Las horas transcurren en una rutina minúscula, bajo la distraída mirada del reloj digital de la pared. Ya te has acostumbrado a decir las diecisiete o las dieciocho, en lugar de las cinco o las seis.
La luz del crepúsculo entra en la habitación. Sentada, descansando, miras los aviones pasar.
Me ha tocado el otro lado y desde la ventanilla sólo veo el mar. Distingo un velero de velas triangulares. El mar no es exactamente azul. Es más bien verde, como en los mapas antiguos de mi memoria.

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ME ENCANTA cuando se dice que alguien «arrima el ascua a su sardina». Imagino a varias personas alrededor del ascua (qué bonita palabra), cada uno asando su propia sardina (sólo una). Entonces una de ellas (persona, no sardina) mueve el ascua disimuladamente…
Sería más fácil mover la sardina que el ascua, pero el dicho cambiaría de sentido: de beneficiarse sólo una persona (la que mueve el ascua) a beneficiarse todas (cualquiera puede mover su sardina hacia el ascua).
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LO PRIMERO que hice fue contratar una dirección de correo electrónico de pago, con un proveedor de la Unión Europea.
De pago, porque me parece mucho más transparente pagar por un servicio en lugar de que el proveedor “se cobre” en datos (aún así, es conveniente leer los términos y condiciones). La clave del asunto es que el verdadero negocio del proveedor sea ese (prestar servicios de correo electrónico) y no otro (intermediar para el envío masivo de publicidad).
Y que sea de la UE, para estar al amparo del Reglamento General de Protección de Datos (China y USA serán las potencias económicas mundiales, pero Europa es la vanguardia en la garantía de derechos). Habrá gente que no le dé importancia a la protección de datos personales, pero para mí sí la tiene.
Escogí un proveedor de correo, Mailfence, especialmente comprometido con la privacidad y cuyos servidores están en Bélgica. Pero hay muchos otros proveedores, iguales o mejores, en otros países de la UE. Por apenas 30 euros al año, tengo 5 GB de mensajes, 12 GB de almacenamiento en la nube, calendario, contactos y asistencia técnica. También tienen planes con más prestaciones a mayor precio, y un plan gratuito, más básico.
¿Por qué he empezado por el correo electrónico? Porque, aunque se trata de un servicio ya “veterano”, sigue siendo la base de todo: la dirección de correo es una especie de DNI para identificarnos (y comunicarnos) sobre cualquier servicio de Internet. Al margen del uso profesional, a día de hoy envío muy pocos correos (para las comunicaciones privadas son más cómodas las aplicaciones de chat desde el móvil, aunque también se las traen en lata). Sin embargo, recibo más correos que nunca: facturas (y publicidad) de todas las compañías que tengo contratadas (electricidad, telecomunicaciones, seguros, bancos) o de cualquier cosa que compre (billetes de avión, reservas de hotel, alquiler de coches, entradas del cine, y un largo etcétera).
Y claro, todo correo electrónico enviado o recibido a través de Google será convenientemente procesado (leído) por sus algoritmos de inteligencia artificial, para mayor comodidad del usuario. Un ejemplo elemental y aparentemente inocuo: cuando compro un billete de avión, Google crea la correspondiente entrada en el calendario. Puede ser práctico, pero no me parece bien que Google lea los mensajes que intercambio con un tercero (la compañía aérea). La culpa es mía, lógicamente, porque lo he aceptado al darme de alta y usar el servicio. La política de privacidad de Google lo dice claramente: “También recogemos el contenido que creas, subes o recibes de otros usuarios cuando utilizas nuestros servicios. Entre estos datos se incluyen los correos electrónicos que escribes y recibes…”
Por tanto, me pareció que lo más sencillo y evidente era reducir la exposición al riesgo, es decir, que mis mensajes de correo electrónico no pasen por Google. De forma gradual estoy poniendo mi nueva dirección en todas las plataformas o servicios que utilizo, y la de Gmail se quedará para las cosas menos importantes. Probablemente dejaré de usarla completamente… excepto para las comunicaciones con Google. Ya veré.
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HAY acontecimientos trascendentales que se desencadenan por una tontería. Como el pobre Juan Dahlmann, que, convaleciente, tuvo que batirse a cuchillo (y probablemente morir) porque le tiraron una miga de pan. Tal vez, solo tal vez, si el patrón no hubiera intervenido…
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EN JULIO de 2005, es decir, hace 17 años, abrí gratuitamente una cuenta de Gmail, el correo electrónico de la empresa norteamericana Google, que por aquel entonces era conocida casi únicamente por su buscador web.
Con el paso de los años, el buscador fue dando paso a más y más servicios, que ahora se agrupan bajo el nombre de Google Workspace, y que, la verdad sea dicha, funcionan de maravilla y me han hecho la vida más fácil.
Claro que, cuando me di de alta, no sabía que iba a pagar con mis datos. De hecho, no era consciente de que mis datos tuvieran valor alguno.
Poco a poco empecé a darme cuenta de la realidad y durante un tiempo siguió pareciéndome una transacción aceptable, sobre todo mientras el uso de los servicios se circunscribía a la web. Pero todo cambió con la irrupción del smartphone (y sus tecnologías asociadas) que siendo una herramienta muy útil si se utiliza bien, es también un capturador masivo de datos personales y un receptor ininterrupido de publicidad ultrasegmentada, cerrando el círculo del sistema consumista (y más cosas) que nos envuelve.
Que Google sabe más sobre nosotros que nosotros mismos es, a día de hoy, una verdad como una casa. A partir de los datos que (voluntariamente) le cedemos es capaz de obtener patrones sobre nuestra salud, finanzas, creencias, orientación sexual, relaciones, gustos, hábitos, movimientos… conformando nuestro eufemísticamente denominado “historial”.
Como cualquier empresa, Google tiene el objetivo de ganar dinero (y vaya si lo consigue) dando un buen servicio a sus usuarios (también lo consigue), pero la distancia entre usar los datos para el bien o para el mal es muy corta. Digamos que en cualquier momento nuestro historial puede convertirse en nuestros antecedentes.
Llámenme loco, pero he llegado a un punto en el que la monitorización continua a la que estoy sometido no me parece razonable y he sentido la necesidad de desguguelizarme.
Mi proceso desguguelización se basa en dos conceptos:
- Reducir (no eliminar totalmente) el uso de Google, diversificando los servicios digitales que utilizo, es decir, aumentando mi ediversidad.
- Configurar minuciosamente aquellos servicios de Google que sigo utilizando, en especial lo relacionado con la privacidad. Se requiere algo de dedicación.
En próximas entradas iré contando lo que estoy haciendo.
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DOY CON una tienda de quesos y bacalaos. Sobre todo, me encanta el bacalaos, así en plural.
(Sin tener ni idea, me parece que hay menos variedad de bacalaos que de quesos. Lo consulto y, por lo visto, hay tres tipos «oficiales» y algo de bacalao fake).

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UN DRON sobrevuela la playa. No por encima de la gente, sino sobre el agua.
Dos gaviotas lo siguen chillando. Por un momento parece que van a precipitarse sobre él, pero no se deciden.
El dron no se inmuta y sigue velando por nuestra seguridad con su cámara de alta resolución, que para eso estamos en una smart city (con un programa de smart tourism y un subprograma de smart security).
Las gaviotas dejan de acosar al intruso cuando se ha alejado lo suficiente.
Los smart tourists asentimos satisfechos (nos sentimos más seguros) y continuamos tostándonos al sol (bueno, los verdaderamente smart hace rato que están en el chiringuito).
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DISTRAERSE. Perder (miserablemente) el tiempo.
