TRAS la invasión de Austria en marzo de 1938, los nazis ocuparon la casa de Sigmund Freud, le confiscaron el dinero y detuvieron a su hija Ana.
Cuando por fin decidió abandonar su país, además de exigirle una considerable suma (que pagó su discípula francesa Marie Bonaparte), le obligaron a firmar una carta en la que debía reconocer que había sido tratado con consideración y respeto por las autoridades alemanas, en especial por la Gestapo, y que había podido vivir y trabajar en completa libertad, sin el menor motivo de queja.
Antes de firmar la carta, solicitó que le permitieran añadir una frase. Escribió: “De todo corazón, recomendaría la Gestapo a cualquiera”.