LA «GRANDEZA», entendida como el deseo de gloria militar y de conquista y dominio sobre otros pueblos y personas, me parece un concepto tan profundamente estúpido, que me sorprende que siga vigente y todavía se utilice con aparente naturalidad en las conversaciones cotidianas y en el discurso de ciertos partidos políticos. Es alucinante que una frase como «Volver a ser grandes» no se considere, de forma unánime, un desatino extemporáneo merecedor del mayor de los desprecios.
Pero ya se sabe que la estupidez es la más peligrosa de las fuerzas, contra la que incluso los dioses luchan en vano. Cuántas muertes y miserias a cuenta de los sueños de grandeza, aderezados con una buena dosis de codicia, de sujetos como Alejandro, César, Napoleón o Hitler. He citado estos ejemplos históricos por mantener cierta distancia, pero la lista de sátrapas de todo pelo es verdaderamente interminable.
Alberto Savinio propuso fundar una asociación cuyos miembros, por razones higiénicas, se comprometían a no saber nada de Mussolini ni a pronunciar jamás su nombre. Le parecía que, de esta forma, su subida «sería tan imposible como la de un globo en un espacio sin aire». Claro que no era tan ingenuo como para pensar que podía tener éxito; sabía que el anhelo de «grandeza» permanecía latente en el imaginario de la gente a la espera de ser convenientemente activado.
Como solución a mí solo se me ocurre la educación, pero cualquiera se atreve a proponerlo. Ya me estoy imaginando un «pin parental» sobre la grandeza.