LA LUZ del mediodía entra en la habitación. Sentada, esperando, miras los aviones pasar.
Desde la ventanilla veo el edificio sobresaliendo entre las casitas de juguete y saludo con la mano como si pudieras verme.
Charlamos entre el ajetreo, las conversaciones un poco altas y alguna queja. También alguna risa. Me preguntas las razones y te digo que no hay ninguna (si las hay, no me importan). Con la mano izquierda dibujas un velero de velas triangulares. El azul del mar no acaba de gustarte. Te digo que el mar nunca es exactamente azul, que en los mapas antiguos era verde.
Las horas transcurren en una rutina minúscula, bajo la distraída mirada del reloj digital de la pared. Ya te has acostumbrado a decir las diecisiete o las dieciocho, en lugar de las cinco o las seis.
La luz del crepúsculo entra en la habitación. Sentada, descansando, miras los aviones pasar.
Me ha tocado el otro lado y desde la ventanilla sólo veo el mar. Distingo un velero de velas triangulares. El mar no es exactamente azul. Es más bien verde, como en los mapas antiguos de mi memoria.
