ES 7 de enero por la mañana:
Me gustaría
que siempre fuese
ayer por la tarde.

ES 7 de enero por la mañana:
Me gustaría
que siempre fuese
ayer por la tarde.
POR FIN es 6 de enero por la tarde.
Los Reyes Magos no me han regalado casi nada (alguna chorrada que me compré yo mismo). Ya hemos desmontado el belén (en vez de los tres camellos había un mamut, un manatí y un gorgonópsido*) y hemos guardado las tiras de luces. Desde hace un par de años no hacemos árbol. Doblé cuidadosamente los papeles de regalo y los tiré al contenedor azul.
Me abro un quinto de cerveza (una cantidad ideal) mientras escribo esto. La tele de fondo con una película de exploradores amazónicos (creo).
Una Navidad menos. O una más, según se mire.
* A mí no me pregunten qué carallo de bicho es un gorgonópsido.
EL «jefe supremo» (lo digo así por no dar pistas) de la organización donde trabajo ha enviado a todo el personal una felicitación navideña con el siguiente texto:
«La Navidad celebra la alegría del nacimiento. La alegría del surgir. Sobre la imagen del niño que ve la luz pesan, a la vez, la alegría ligera de la fiesta y la alegría profunda de lo sagrado. Sin embargo, en momentos complicados como los de este año, en esa continuidad de la tragedia que es la injusta guerra de Ucrania, quizá esa alegría de nacer no baste. El mito de Belén nos recuerda que en la vida del ser humano sucede el acontecimiento de la trascendencia, de la búsqueda más allá de nosotros mismos. Seguramente es esa la fuerza que buscan quienes padecen la tragedia de la guerra. La fuerza de una alegría completa que atraviese el laberinto».
(Imbuidos de la alegría del surgir, ha sucedido el acontecimiento de la transcendencia y hemos instalado un árbol de navidad más allá de nosotros mismos, concretamente en una esquina de la sala de reuniones. Pelín cutre, pero menos da una piedra…).

CUANDO digo que practico el estoicismo, lo primero que me gusta aclarar es que no se trata de una religión (ni de una terapia). El estoicismo es una “filosofía de vida”, esto es, un conjunto de principios, modelos mentales y técnicas, que sirven de guía práctica para afrontar las vicisitudes de la vida y alcanzar la plenitud. No he utilizado la palabra felicidad de forma intencionada, ahora explico por qué.
Es cierto que los antiguos estoicos tenían un conjunto de creencias asimilables al concepto de religión (por ejemplo, creían en un Logos que determinaba el orden natural de las cosas), pero eso no tiene ninguna influencia sobre la práctica del estoicismo como filosofía de vida. Al fin y al cabo, quien dice Logos, dice Dios, Naturaleza o lo que cada uno quiera.
La segunda cosa que suelo comentar de entrada, tiene que ver con la vigencia del estoicismo en pleno siglo XXI. ¿De verdad tiene utilidad a día de hoy una filosofía de hace 2.300 años*? La respuesta es un rotundo sí. Por mucha tecnología y ‘aifons’ que tengamos ahora, nuestros esquemas mentales siguen siendo los mismos. Es raro encontrar algo hoy en día, en este ámbito, que no haya sido dicho antes (con brillantez) por los antiguos. Según el “efecto Lindy” de Nassim Taleb, las ideas más longevas (si son longevas es porque tienen algún valor) son las que tienen mayor probabilidad de sobrevivir en el futuro. Así parece ser con el estoicismo.
Como decía al principio, el objetivo del estoicismo es la plenitud o vida buena (eudeimonía: eu, bueno; deimon, espíritu). La plenitud es diferente de la felicidad tal como la entendemos actualmente, que se asocia sobre todo a cosas externas a la persona, como las posesiones materiales, el dinero, la señalización y el bienestar físico. La industria de la publicidad, el consumismo y las redes sociales no han hecho sino reforzar esta idea (equivocada) de la felicidad.
Los estoicos consideran que perseguir esa forma de felicidad es una fuente continua de insatisfacción, porque los elementos externos a la persona son esquivos y efímeros. La plenitud, sin embargo, está basada en aspectos internos, por lo que es duradera y estable.
La forma de alcanzar la plenitud es cultivar la virtud (areté). Este no es para nada un concepto arcaico y trasnochado. Areté también puede traducirse como excelencia. Dicho en términos coloquiales actuales, se trata de convertirse en la mejor versión de uno mismo, haciendo lo correcto y sin esperar nada a cambio. La recompensa de hacer algo virtuoso es el hecho de hacerlo. El concepto de virtud puede entenderse fácilmente mediante su opuesto, aquellas cosas que todo el mundo considera indeseables: la irracionalidad, la cobardía, la crueldad, la injusticia, la ira…
Los estoicos identificaron cuatro virtudes cardinales: la sabiduría práctica (capacidad para decidir, a partir de una observación racional y objetiva de la realidad); la templanza (actuar con moderación, evitando actitudes y acciones extremas o exageradas); la justicia (tratar a todos con bondad, respeto y por igual); y la fortaleza (atreverse a hacer y defender, sin flaquear ante las dificultades, lo que se considera correcto). Es decir, nada que ver con la imagen habitual de los estoicos como personas distantes e insensibles. Al contrario, consideran esenciales las relaciones sociales y la necesidad de ayudar a los demás. Como dijo uno de los estoicos más conocidos, el emperador filósofo Marco Aurelio, “lo que no beneficia a la colmena, no beneficia a la abeja”.
Estas cuatro virtudes cardinales no son originales de la escuela estoica, provienen de la tradición helenística anterior (Sócrates y Platón) y, a su vez, fueron incorporadas posteriormente por muchas otras escuelas de pensamiento y religiones, como el propio cristianismo, que les añadió las famosas fe, esperanza y caridad.
Además de la virtud (o mejor dicho, en combinación con ésta), los estoicos también perseguían la tranquilidad mental (ataraxia) como vía para alcanzar la plenitud. El primer paso hacia la paz mental surge, precisamente, de una conciencia tranquila gracias al ejercicio de la virtud, es decir, tomando decisiones con racionalidad y objetividad (sabiduría practica), actuando siempre con moderación y sin caer en posturas extremas (templanza), tratando bien, con respeto y por igual a los demás (justicia) y atreviéndose a hacer lo correcto sin flaquear ante las dificultades (fortaleza). El segundo paso viene a través de uno de los conceptos centrales y más conocidos del estoicismo, la denominada “dicotomía del control”.
La dicotomía del control puede formularse de una forma bastante simple: hay cosas que uno puede controlar y cosas que no, y no tiene sentido preocuparse (sufrir, comerse el coco) por lo que no se puede controlar. Esto no tiene que confundirse con la pasividad o la resignación. Simplemente, hay que ocuparse (con atención plena) de las cosas que están a nuestro alcance e ignorar (distanciarse psicológicamente) de las que no. En esto consiste la tranquilidad mental. En ocasiones ha sido malinterpretada, tachando a los estoicos de personas frías e impasibles. Más bien, por decirlo coloquialmente, se trata de no sufrir “de gratis”.
La gran pregunta, por supuesto, es cómo distinguir entre lo que podemos y no podemos controlar. A veces resulta evidente. Por ejemplo, si vamos a hacer un viaje en avión, podemos escoger la compañía que nos ofrezca mayores garantías (o descartar las que menos), pero no podemos controlar las condiciones ni el resultado del vuelo (dependerá de los pilotos, los mecánicos, los controladores aéreos, la meteorología…). El ejemplo clásico es el del arquero: se esfuerza y concentra para efectuar el mejor disparo posible y alcanzar el blanco, pero desde que la flecha sale del arco, el resultado ya no depende de él (tal vez una inesperada ráfaga de viento, algo que se interpone o el blanco se mueve de repente). Desea acertar, pero no lo puede «escoger».
Otras veces no será tan fácil diferenciarlo. Algunos autores modernos han sugerido una “tricotomía del control”, introduciendo una tercera categoría: aquello que se puede controlar parcialmente. A mí me parece una complicación innecesaria. Estoy de acuerdo en que la dicotomía clásica es muy rígida y tiene zonas grises, pero aquí es donde entra en juego la primera de las virtudes estoicas, la sabiduría práctica.
La última idea de esta brevísima e imperfecta introducción es el carácter transversal o “democrático” del estoicismo. Al no estar basado en elementos externos, sino en la mente (esa fortaleza o ciudadela interior que decía Marco Aurelio), no distingue entre ricos y pobres, sanos y enfermos, cultos e ignorantes. Para los estoicos, el dinero, la salud, la educación y cualquier otro elemento externo, son “indiferentes”, porque no afectan a la capacidad de una persona para actuar con virtud y llevar una vida plena. Incluso van más allá, en lo que a mí me parece un ejercicio de honradez intelectual, y hacen una distinción entre “indiferentes preferidos” y “dispreferidos”. Por ejemplo, la riqueza es un indiferente preferido (admiten que es mejor tener dinero que no tenerlo) y la enfermedad es un indiferente dispreferido (no dudan que es mejor estar sano que enfermo).
Han quedado muchísimas cuestiones en el tintero (electrónico), pero si estas ideas resuenan contigo, te recomiendo que primero acudas a alguno de los autores modernos (Massimo Pigliucci, William Irvine, Marcos Vázquez o Pepe García). Después, sin duda, a los clásicos (Epicteto, Séneca o Marco Aurelio). Son, en dos palabras, im presionantes.
* La escuela estoica fue fundada por Zenón de Citio, en Atenas, unos 300 años antes de la era común. Su nombre deriva del pórtico pintado (stoa poikilé) del Ágora de Atenas donde se reunían sus practicantes. Afortunadamente, porque primero fue conocido como “zenonismo”.
EL ayuntamiento de mi ciudad ha perpetrado una presunta decoración navideña poniendo lazos de plástico naranja en todos los árboles, bancos y farolas del centro. O a lo mejor ha sido una asociación de comerciantes, con más entusiasmo que fortuna, con el beneplácito del ayuntamiento.

Dejando a un lado la vertiente artística (a mí no me gusta, pero que cada uno opine lo que quiera), me parece antiecológico utilizar cientos de metros de cinta de plástico para esto. Los lazos de marras se irán deteriorando y desprendiendo con el paso de los días y una gran parte, de una forma o de otra, acabará en el medio ambiente.
A lo mejor me sorprenden las lumbreras municipales y resulta que es un material biodegradable (no tiene pinta), pero aún así me parecería un mal ejemplo en los tiempos que corren, donde el plástico nos sale hasta por las orejas.
Además, el plástico siempre me ha parecido un material demasiado bueno como para desperdiciarlo en chorradas.
ESTE palike está pensado para los jóvenes (estudiantes o que estén a punto de enfrentarse al mercado laboral), aunque sirve para cualquiera.
Las destrezas que me parecen más necesarias son las siguientes:
Leer mucho, sobre todo a los clásicos.
Saber escribir (redactar con fluidez y corrección).
Saber hablar en público.
Saber otro idioma además del materno (al menos el inglés, como lingua franca).
Tener la mente abierta.
Saber debatir (no utilizar la estratagema 38 de Schopenhauer).
Saber escuchar.
No tener miedo a cambiar de opinión.
Conversar mucho (con gente guay y honesta).
Pensar antes de hablar (y no hablar si no se tiene nada que decir; no es obligatorio opinar siempre).
Saber algo de filosofía.
Saber algo de antropología cultural.
Saber algo de psicología.
Saber algo de economía.
Saber algo de historia contemporánea.
Saber usar la tecnología controlando la privacidad y la seguridad.
Viajar sin comer ni tomar café en franquicias internacionales.
Tener empatía (sin exagerar).
Saber estar (adaptarse con corrección a cada situación).
Controlar la vanidad (humildad cósmica).
Esforzarse (incluso sin un talento especial, el esfuerzo siempre da resultado).
Saber reconocer los tipos de personas con las que inevitablemente se tropezarán en la vida y en el curro: incompetentes, estúpidas, malvadas, expertas en vivir del esfuerzo ajeno, vendedoras de humo, encantadoras de serpientes… (las más peligrosas, con diferencia, son las personas estúpidas).
No intentar cambiar a la gente (o intentarlo sin esperanza de conseguirlo).
Huir (sí, huir a toda prisa) de la gente tóxica.
Sonreír mucho.
Tener siempre presente la navaja de Ockham: la solución más simple es la más probable.
Tener siempre presente la navaja de Hanlon: no hay que atribuir a la maldad lo que puede explicarse por la incompetencia.
No juzgar (jamás) a los demás ni tomar partido a las primeras de cambio (escuchar al borracho y al tabernero).
Hacer ejercicio físico. El mejor plan es 3×52 (entrenar 3 veces por semana, todas las semanas del año; lo demás son detalles).
Pasear entre los árboles.
TODAVÍA anda por casa el libro El joven científico: la electricidad, de 1977.
Dejando a un lado el micromachismo propio de la época, el libro profetiza que los coches del futuro a veinte años vista (1997) iban a ser eléctricos y con baterías intercambiables, lo que convertiría el repostaje en una operación de apenas unos segundos. Igual que cambiar la bombona de butano.
A día de hoy, 25 años más tarde de ese futuro, el coche eléctrico es minoritario y no está basado en baterías intercambiables. Claro que si no fuera minoritario, sería inviable: no hay materias primas suficientes para sustituir el parque actual de coches de combustión interna ni se vislumbra una solución factible para recargar los miles y miles de coches que aparquen en la calle en lugar de en un garaje.
La solución de las baterías intercambiables es bastante ingeniosa, pero está lejos de ser implementable en la práctica. Para empezar, habría que estandarizar un formato y por ahora cada fabricante va a su bola (si no se ha conseguido con los cargadores de móvil, con esto ni te cuento). Las baterías son voluminosas, pesadas, caras y suelen estar acopladas al chasis de forma estructural. Además, habría que montar las «electrolineras» con toda su logística y garantizar un mínimo de calidad de las baterías disponibles.
Parece complicado. Si se consigue, seguro que el joven científico ya se habrá jubilado.

EN LA película El hombre del norte, de Robert Eggers, el protagonista mata cruelmente a unos guerreros vikingos y cuelga sus cuerpos mutilados en el exterior de una cabaña.
Cuando descubren los cuerpos, uno de los vikingos comenta horrorizado: «Seguro que han sido los cristianos, son unos bárbaros, su dios es un cadáver clavado en un madero».
Me gustó la frase del vikingo (presunto bárbaro para los cristianos), porque desde pequeño me ha repugnado la imagen del Cristo crucificado como principal símbolo de la religión/iglesia católica. En aquellos tiempos no me atrevía a decirlo, aunque me alegraba saber que Antonio Machado estaba de acuerdo conmigo.
En La saeta escribió:
¡No puedo cantar, ni quiero
a ese Jesús del madero,
sino al que anduvo en el mar!
EN LA organización donde trabajo hay un equipo encargado de la ciberseguridad. Una de sus recomendaciones básicas es no pinchar en enlaces recibidos por correo electrónico.
Hoy Recursos Humanos ha enviado un correo electrónico a todos los empleados titulado «Queremos mejorar la Intranet» con un flamante enlace a, supuestamente, una encuesta sobre… la intranet.
Antes de pinchar en el enlace comprobé la URL y la dirección del remitente y me parecieron legítimas. Los ciberdelincuentes saben que esto no lo hace casi nadie, la gente hace clic, por curiosidad o despiste, casi como un acto reflejo. No nos hemos tragado un virus chungo porque dios (la minúscula es intencionada) es grande.
El enlace me llevó a un formulario web en la plataforma de un gigante tecnológico norteamericano del que mi organización no tiene licencias, pero que ofrece servicios «gratuitos» (tiene algunas licencias de otro gigante tecnológico norteamericano, pero se ve que no ofrecen el servicio de formularios web ni gratuito ni pagando).
En la cabecera del formulario se aclara que la encuesta es anónima, aunque no creo que opinar sobre una intranet sea un tema especialmente polémico. En cualquier caso, mi intención era colaborar y responder honestamente, aunque reconozco que la tentación de fastidiar a Recursos Humanos siempre está ahí.
Ya la primera pregunta no me hizo mucha gracia, el rango de edad, “solo para ver si hay alguna relación entre la edad y los diferentes usos de la intranet”. Después de un par de preguntas en las que se podían marcar varias opciones, vinieron las de una única opción posible… y empecé a ponerme nervioso. En algunas preguntas estaban todas las opciones posibles, pero yo hubiera querido marcar varias. En otras, no estaban todas las opciones posibles y precisamente la que yo hubiera querido contestar no estaba.
Cerré el navegador sin terminar la encuesta y que le den por cxlo a la intranet, a Recursos Humanos y a su pxta madre. Virus (o meteorito) ya.

EL OFICIO de traductor es uno de los más difíciles que hay. Incluso los más avezados tienen a veces un mal día, como el traductor de las Memorias de André Maurois, que tradujo «cornemuse» como «cornamusa» en lugar de como «gaita». Es lo que se suele llamar un “falso amigo”, que debería detectarse por el contexto. En este caso no era difícil: «…los solemnes sonidos de las cornamusas y de los tambores».
El caso más alucinante es el de L’étranger, de Albert Camus, que en España se ha traducido como El extranjero, cuando debería ser El extraño. No me lo explico. Cualquiera que lo lea tiene que darse cuenta de que tiene más que ver con un extraño que con un extranjero. De hecho, la edición inglesa se ha titulado The stranger o The outsider, y la catalana, por poner un ejemplo cercano, L’estrany.
