Las tribulaciones de Juan Sin Tierra

#91 Estoicismo

CUANDO digo que practico el estoicismo, lo primero que me gusta aclarar es que no se trata de una religión (ni de una terapia). El estoicismo es una “filosofía de vida”, esto es, un conjunto de principios, modelos mentales y técnicas, que sirven de guía práctica para afrontar las vicisitudes de la vida y alcanzar la plenitud. No he utilizado la palabra felicidad de forma intencionada, ahora explico por qué.

Es cierto que los antiguos estoicos tenían un conjunto de creencias asimilables al concepto de religión (por ejemplo, creían en un Logos que determinaba el orden natural de las cosas), pero eso no tiene ninguna influencia sobre la práctica del estoicismo como filosofía de vida. Al fin y al cabo, quien dice Logos, dice Dios, Naturaleza o lo que cada uno quiera.

La segunda cosa que suelo comentar de entrada, tiene que ver con la vigencia del estoicismo en pleno siglo XXI. ¿De verdad tiene utilidad a día de hoy una filosofía de hace 2.300 años*? La respuesta es un rotundo sí. Por mucha tecnología y ‘aifons’ que tengamos ahora, nuestros esquemas mentales siguen siendo los mismos. Es raro encontrar algo hoy en día, en este ámbito, que no haya sido dicho antes (con brillantez) por los antiguos. Según el “efecto Lindy” de Nassim Taleb, las ideas más longevas (si son longevas es porque tienen algún valor) son las que tienen mayor probabilidad de sobrevivir en el futuro. Así parece ser con el estoicismo.

Como decía al principio, el objetivo del estoicismo es la plenitud o vida buena (eudeimonía: eu, bueno; deimon, espíritu). La plenitud es diferente de la felicidad tal como la entendemos actualmente, que se asocia sobre todo a cosas externas a la persona, como las posesiones materiales, el dinero, la señalización y el bienestar físico. La industria de la publicidad, el consumismo y las redes sociales no han hecho sino reforzar esta idea (equivocada) de la felicidad.

Los estoicos consideran que perseguir esa forma de felicidad es una fuente continua de insatisfacción, porque los elementos externos a la persona son esquivos y efímeros. La plenitud, sin embargo, está basada en aspectos internos, por lo que es duradera y estable.

La forma de alcanzar la plenitud es cultivar la virtud (areté). Este no es para nada un concepto arcaico y trasnochado. Areté también puede traducirse como excelencia. Dicho en términos coloquiales actuales, se trata de convertirse en la mejor versión de uno mismo, haciendo lo correcto y sin esperar nada a cambio. La recompensa de hacer algo virtuoso es el hecho de hacerlo. El concepto de virtud puede entenderse fácilmente mediante su opuesto, aquellas cosas que todo el mundo considera indeseables: la irracionalidad, la cobardía, la crueldad, la injusticia, la ira…

Los estoicos identificaron cuatro virtudes cardinales: la sabiduría práctica (capacidad para decidir, a partir de una observación racional y objetiva de la realidad); la templanza (actuar con moderación, evitando actitudes y acciones extremas o exageradas); la justicia (tratar a todos con bondad, respeto y por igual); y la fortaleza (atreverse a hacer y defender, sin flaquear ante las dificultades, lo que se considera correcto). Es decir, nada que ver con la imagen habitual de los estoicos como personas distantes e insensibles. Al contrario, consideran esenciales las relaciones sociales y la necesidad de ayudar a los demás. Como dijo uno de los estoicos más conocidos, el emperador filósofo Marco Aurelio, “lo que no beneficia a la colmena, no beneficia a la abeja”.

Estas cuatro virtudes cardinales no son originales de la escuela estoica, provienen de la tradición helenística anterior (Sócrates y Platón) y, a su vez, fueron incorporadas posteriormente por muchas otras escuelas de pensamiento y religiones, como el propio cristianismo, que les añadió las famosas fe, esperanza y caridad.

Además de la virtud (o mejor dicho, en combinación con ésta), los estoicos también perseguían la tranquilidad mental (ataraxia) como vía para alcanzar la plenitud. El primer paso hacia la paz mental surge, precisamente, de una conciencia tranquila gracias al ejercicio de la virtud, es decir, tomando decisiones con racionalidad y objetividad (sabiduría practica), actuando siempre con moderación y sin caer en posturas extremas (templanza), tratando bien, con respeto y por igual a los demás (justicia) y atreviéndose a hacer lo correcto sin flaquear ante las dificultades (fortaleza). El segundo paso viene a través de uno de los conceptos centrales y más conocidos del estoicismo, la denominada “dicotomía del control”.

La dicotomía del control puede formularse de una forma bastante simple: hay cosas que uno puede controlar y cosas que no, y no tiene sentido preocuparse (sufrir, comerse el coco) por lo que no se puede controlar. Esto no tiene que confundirse con la pasividad o la resignación. Simplemente, hay que ocuparse (con atención plena) de las cosas que están a nuestro alcance e ignorar (distanciarse psicológicamente) de las que no. En esto consiste la tranquilidad mental. En ocasiones ha sido malinterpretada, tachando a los estoicos de personas frías e impasibles. Más bien, por decirlo coloquialmente, se trata de no sufrir “de gratis”.

La gran pregunta, por supuesto, es cómo distinguir entre lo que podemos y no podemos controlar. A veces resulta evidente. Por ejemplo, si vamos a hacer un viaje en avión, podemos escoger la compañía que nos ofrezca mayores garantías (o descartar las que menos), pero no podemos controlar las condiciones ni el resultado del vuelo (dependerá de los pilotos, los mecánicos, los controladores aéreos, la meteorología…). El ejemplo clásico es el del arquero: se esfuerza y concentra para efectuar el mejor disparo posible y alcanzar el blanco, pero desde que la flecha sale del arco, el resultado ya no depende de él (tal vez una inesperada ráfaga de viento, algo que se interpone o el blanco se mueve de repente). Desea acertar, pero no lo puede «escoger».

Otras veces no será tan fácil diferenciarlo. Algunos autores modernos han sugerido una “tricotomía del control”, introduciendo una tercera categoría: aquello que se puede controlar parcialmente. A mí me parece una complicación innecesaria. Estoy de acuerdo en que la dicotomía clásica es muy rígida y tiene zonas grises, pero aquí es donde entra en juego la primera de las virtudes estoicas, la sabiduría práctica.

La última idea de esta brevísima e imperfecta introducción es el carácter transversal o “democrático” del estoicismo. Al no estar basado en elementos externos, sino en la mente (esa fortaleza o ciudadela interior que decía Marco Aurelio), no distingue entre ricos y pobres, sanos y enfermos, cultos e ignorantes. Para los estoicos, el dinero, la salud, la educación y cualquier otro elemento externo, son “indiferentes”, porque no afectan a la capacidad de una persona para actuar con virtud y llevar una vida plena. Incluso van más allá, en lo que a mí me parece un ejercicio de honradez intelectual, y hacen una distinción entre “indiferentes preferidos” y “dispreferidos”. Por ejemplo, la riqueza es un indiferente preferido (admiten que es mejor tener dinero que no tenerlo) y la enfermedad es un indiferente dispreferido (no dudan que es mejor estar sano que enfermo).

Han quedado muchísimas cuestiones en el tintero (electrónico), pero si estas ideas resuenan contigo, te recomiendo que primero acudas a alguno de los autores modernos (Massimo Pigliucci, William Irvine, Marcos Vázquez o Pepe García). Después, sin duda, a los clásicos (Epicteto, Séneca o Marco Aurelio). Son, en dos palabras, im presionantes.

* La escuela estoica fue fundada por Zenón de Citio, en Atenas, unos 300 años antes de la era común. Su nombre deriva del pórtico pintado (stoa poikilé) del Ágora de Atenas donde se reunían sus practicantes. Afortunadamente, porque primero fue conocido como “zenonismo”.


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