EVATHLO era un joven rico que quería aprender el arte de la elocuencia para defender causas en los tribunales. Ni corto ni perezoso, le pidió lecciones a Protágoras, el crack del sofisma.
Protágoras cobraba salado, pero permitió que Evathlo le pagara de dos veces: la mitad al inicio de su formación y la otra mitad cuando ganara su primer pleito en los tribunales. Pero sucedió que Evathlo terminó su formación y no intentó defender ninguna causa, para, según Protágoras, escaquearse de pagarle la segunda mitad del precio estipulado.
Protágoras, haciendo honor a su fama, recurrió a lo que le pareció una astuta estratagema: denunció al joven ante los tribunales. Argumentó que si los jueces le daban la razón, Evathlo estaría obligado a pagarle en virtud de la sentencia. Y si no se la daban, significaría que Evathlo había ganado su primera causa y tendría que pagarle en virtud de su acuerdo. Ganaba en cualquier caso.
Pero el gozo de Protágoras en un pozo. Evathlo demostró que las enseñanzas de su maestro no habían caído en saco roto. Argumentó que si los jueces le daban la razón, no tendría que pagar en virtud de la sentencia. Y si no se la daban, significaría que había perdido su primera causa y no estaría obligado a pagar.
Los jueces no supieron cómo resolver esta paradoja y demoraron su decisión indefinidamente. Así que Evathlo no pagó y Protágoras, el experto en retorcer argumentos falsos para darles apariencia de verdad, probó su propia medicina sofista.