ES QUIEN tiene una facilidad natural para recordar y distinguir a las personas por el aspecto de sus rostros.
Un contraejemplo es el príncipe de la Cenicienta, que por no recordar la cara de su amada (Cenicienta), tuvo que identificarla por uno de sus pies gracias al famoso zapato de cristal (o de oro, según la versión).
Tampoco andaban muy finos los ciudadanos de Metrópolis: unas simples gafas hacían irreconocible a Superman.
DE TODAS las cosas que escribió Giovanni Guareschi, ninguna tan hermosa como la frase que resume su mocedad a orillas del gran río, en la tierra baja del valle del Po: “Soñaba entonces conquistar una bicicleta”.
Guareschi fue un periodista a la vieja usanza. Siempre entregaba su trabajo en el último minuto antes del cierre. Irrumpía en la redacción despeinado, sin afeitar y muerto de sueño, blandiendo su fajo de cuartillas mecanografiadas a toda prisa, bajo la mirada de mudo reproche de los que él llamaba los funcionarios.
El cierre de la edición de Cándido para la Navidad de 1946 sorprendió a Guareschi, una vez más, con el trabajo sin terminar. Así que entregó el pequeño cuento que acababa de escribir para el semanario Oggi, para cuyo cierre faltaba todavía media hora. El cuento tuvo un éxito arrollador entre sus “veinticuatro lectores” y para el siguiente número escribió, también en el último instante, un segundo episodio. Y así, para disgusto de los funcionarios, nacieron las historias de Un mundo pequeño, protagonizadas por el gran río, la tierra baja, el cura don Camilo, el alcalde rojo Pepón y, cómo no, por la bicicleta.
Una tierra baja, la Bassa, donde la bicicleta “es más necesaria que los zapatos”. Una vieja Frera cubierta de herrumbre o una flamante Wolsit de carreras como la del hijo del sacristán. Nada hay tan evocador de la épica deportiva como agarrar el manillar “a lo Girardengo”, ni más fina sátira política que la frenada “a lo Togliatti”. ¿Hay algo más rojo que un alcalde comunista con una ametralladora atada al cuadro de su bicicleta? ¿Hay algo más negro y más clerical que un cura en sotana montado en bicicleta a orillas del Po, un domingo de agosto de 1944? Rojo y Negro, había escrito Stendhal, un francés enamorado de Italia, cien años antes.
Jim McGurn, historiador de la bicicleta y autor del celebrado On your bicycle, realiza una interesante reflexión sobre la importancia de la bicicleta en la historia reciente de la humanidad. Sostiene, con razón, que su papel como motor de cambio y desarrollo social ha sido sistemáticamente subestimado en la literatura sobre la historia del transporte y la tecnología. Afortunadamente, tras un largo periodo de veneración por el automóvil como símbolo de estatus social, asistimos al redescubrimiento de la humilde y sencilla bicicleta. Sobre todo, en los saturados entornos urbanos. La bicicleta es silenciosa, no contamina, es económica, es saludable y no tiene problemas de aparcamiento. Incluso tiene glamour, ¿alguien da más? La bicicleta forma parte de la solución a problemas globales (por ejemplo, el cambio climático) y a problemas locales (por ejemplo, la obesidad infantil).
Algún día dejaremos de soñar, como Guareschi, en conquistar una bicicleta.
BERTRAND Russell, en Por qué no soy Cristiano, opina que el vicio y la virtud son mecanismos de las religiones (el cristianismo en este caso) para ejercer el poder del rebaño. La virtud es lo que el rebaño aprueba y el vicio, lo que reprueba y reprime, brutalmente si hace falta.
Me preocupó esta visión de la virtud como mero instrumento de poder o control social, porque precisamente la virtud es lo que, según los estoicos, debe perseguir la persona sabia para tener una vida plena.
Así que me quedé pensando si puede existir una definición de virtud al margen de este mecanismo de poder que dice Russell.
La solución, en mi opinión, vendría de aplicar al concepto de virtud la máxima de “no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti”. Podría ser una definición de virtud casi absoluta.
UNA PERSONA con una sola mascota es monomascota (monoperro, monogato), con dos, bimascota, y así hasta los que tienen muchas, que serían polimascota (poliperro, poligato). Para los que no tienen ninguna, es mejor recurrir al inglés: petless. Yo, por ejemplo, soy un petless.
ESTOY en el aeropuerto. Mi vuelo está retrasado por la niebla. Busco un rincón apartado y me siento a leer. Levanto la vista del libro y lo que veo es un conjunto de simios en aparente orden. Todos siguen las normas. Unos deambulan tirando de sus maletas, otros se comunican entre sí, la mayoría tiene la cabeza inclinada ante su teléfono móvil. Me da la impresión de que en cualquier momento puede romperse la armonía y desatarse el caos entre los simios.
SALVO que seamos una simulación, el ser humano y el resto de animales somos el producto de las condiciones del planeta que habitamos. De su masa, de la existencia del sol y la luna, de la composición de la atmósfera… En un planeta diferente, seríamos diferentes.
Así que me parece más sensato adorar al sol que a los dioses revelados por los profetas, a los que hemos hecho a nuestra imagen y semejanza (física y psicológica). Al fin y al cabo, gracias al sol hay vida en la tierra, Y cuando el sol se convierta en gigante roja en su proceso de extinción, engullirá al planeta y hasta luego, Lucas.
HOY EN día es guay ser cosmopolita. Es lo opuesto a cerrado, paleto o provinciano. Pero para los antiguos griegos, “inventores” del término, tenía una connotación negativa, porque ser ciudadano del cosmos implicaba no pertenecer a ninguna ciudad concreta. Era el equivalente al apátrida de los posteriores, y todavía vigentes, estados-nación.
Diógenes Laercio se proclamaba cosmopolita en este sentido.