LA INFORMACIÓN está más disponible que nunca gracias a internete.
Pero es tan voluminosa y está tan repartida, que nadie encontraría nada sin un servicio de búsqueda y filtrado de los resultados. A esto se han venido dedicando los llamados «motores de búsqueda» desde hace más de dos décadas. Google es el más conocido y exitoso de todos ellos.
Antes buscábamos en los libros y enciclopedias de papel que teníamos a mano. Ahora le preguntamos a Google y obtenemos el resultado en fracciones de segundo.
Google es la leche. Qué velocidad. Qué comodidad. Adiós al cuñadismo: con un simple clic se puede zanjar cualquier controversia. Solo por esto Google podría considerarse una benefactora de la humanidad.
Pero, ¡ay!, Google no es una honesta ONG (si tal cosa fuese posible) ni un servicio público de la ONU. Sorpresón en Las Gaunas: Google es una empresa privada y lo que quiere es ganar dinero. Ganar dinero es legitimísimo, pero con el pretexto de dar un buen servicio (que lo da), Google se pasa tres pueblos. Con el consentimiento expreso del usuario, todo hay que decirlo.
Cuando el incauto cibernauta hace una búsqueda, es el algoritmo de Google quien decide qué información mostrar y cuál será relegada al ostracismo. Sometido al principio del mínimo esfuerzo, el usuario bendice a Google y pincha en alguno de los primeros resultados. Ese inocente clic realimenta el algoritmo en una eterna espiral de autoconfirmación.
Después de más de veinte años con esta dinámica, no es exagerado decir que la información que se consume en el mundo vía internete es la que decide Google con su criterio de empresa privada que quiere ganar dinero. Repito que es legítimo y consentido, pero me parece que hay que ser conscientes de que nuestra visión del mundo se está construyendo a través de las goggles de Google.
(Acabo de buscar goggles en Google para no equivocarme).




