VIVÍAMOS en una barriada en las afueras de la ciudad. Eran los típicos bloques de cuatro plantas, con azotea y sin ascensor, que la empresa donde trabajaba mi padre había hecho para sus empleados. La barriada estaba construida en cuesta, en una antigua finca agrícola de la que tomó el nombre. A las calles les pusieron los nombres de los petroleros de la compañía.
En los bloques de arriba vivían las familias de los marinos. En los bloques centrales, las familias de los empleados de oficina, como nosotros. Y en los bloques de abajo, separados por una carretera de otra barriada (llamada como el militar que la promovió en la inmediata posguerra), vivían las familias de los operarios. Supongo que esta estratificación no sería exacta, pero encaja con todos los conbarriadanos que yo conocía.
Como buena barriada de principios de los 60, tenía todos los elementos característicos: campo de fútbol de tierra, cuartelillo de la Guardia Civil, parque, venta, gasolinera, asociación de vecinos, iglesia y fábrica de yogures. Solo faltaba el taller mecánico (que estaba en una barriada adyacente) y el bar (espóiler: la iglesia acabó transmutada en bar).
El campo de fútbol marcaba el límite norte de la barriada. Era estrictamente un campo: una explanada de tierra que se diluía en el descampado colindante, con las líneas pintadas con yeso y las dos porterías (sin redes, por supuesto) en los extremos. No tenía gradas ni instalaciones de ningún tipo.
Por encima del campo de fútbol, calle arriba, haciendo esquina con un antiguo camino ahora convertido en calle, estaba el cuartelillo de la Guardia Civil. Era una casona vieja, con tejado a dos aguas, de aspecto bastante siniestro. Unos años más tarde se abrió una casa cuartel en otro barrio y el cuartelillo fue abandonado. Quedó en ruinas en un pispás.
Al este estaba el parque. Una birria de parque. Pequeño, descuidado y con una zona de columpios y juegos infantiles bastante cutre. Bueno, estaba hecha según los estándares de la época: tubos de hierro pintados, suelo de tierra y cero ergonomía; nada que ver con los actuales. Ni mis hermanos ni yo jugamos nunca en ese parque. Era territorio casi exclusivo de los jóvenes macarras, que en realidad no eran muchos, tal vez una ducia.
Lindando con el parque había un barranco, y al otro lado se veía la hilera de edificios que señalaban las estribaciones de la ciudad. Cuando empecé a ir al instituto, tenía que atravesar el parque, bajar el barranco, subirlo por el otro lado y atravesar un descampado, para llegar a la primera calle asfaltada. Y a la inversa de regreso. La alternativa era una vuelta enorme, por arriba o por abajo. Al par de años construyeron una pasarela peatonal sobre el barranco. Era un adelanto, sobre todo cuando llovía, pero yo siempre pasaba con miedo. Me imaginaba que podía aparecer un quinqui por cada extremo y atraparme como en una ratonera. Fortunáteli, nunca ocurrió.
La asociación de vecinos y la iglesia estaban en los bajos de mi propio edificio. A la asociación de vecinos solo entré un par de veces, porque mi padre me apuntó a clases de guitarra. Yo no quería ir. No tenía interés en la música en general ni en la guitarra en particular, y tuve la sensación de caerle mal al profe. Después de la segunda semana no vi otra solución que cargarme la guitarra. Era una guitarra pequeña que andaba por casa, puede que fuera de mi hermano mayor. El caso es que le di un buen golpe contra el suelo y le dije a mi padre que se me había caído sin querer por la escalera. Se enfadó como un chino* y me desapuntó de las clases como castigo. Estuve de acuerdo en que un niño tan descuidado e irresponsable no merecía una guitarra nueva para continuar con las clases.
A la iglesia tampoco iba casi nunca. Me acuerdo de ir con mi madre, y supongo que con algunos de mis hermanos, cuando era bastante pequeño. Después solo fui de san Juan a Corpus (o de Pascuas a Ramos, que es más). La iglesia era un simple local, con sus columnas cuadradas en medio, pintado de blanco, sillas de tijera, un altar de obra y el típico Cristo crucificado (que siempre me ha dado yuyu, aunque esto ya es otra historia).
* Que me perdonen los chinos, solo es una frase hecha**.
** Es probable que esta expresión proceda de la sensación de enojo que trasmite el idioma chino a los hispanohablantes, debido a su uso de los tonos.
