Las tribulaciones de un marinero en tierra

#176 La nasa

SE ME ocurrió ir a ver una exposición de fotografía en una sala de arte de la ciudad. No era nada del otro mundo y salí en seguida. Me eché a  caminar calle arriba en dirección a casa, haciendo el camino inverso que a la ida.

Vi que unos metros más adelante la acera estaba ocupada por unos tíos haciendo una mudanza. Me metí por la primera bocacalle a la derecha y luego volví a girar a la izquierda para ir por la paralela. Seguí caminando y vi que se terminaba el asfalto y la calle se volvía de tierra. No estaba seguro de haber pasado por allí antes, pero me pareció muy raro. Aún así continué; no había pérdida. 

Observé que los edificios eran cada vez más bajos a medida que andaba, para ir dando paso a simples casas terreras. Como si estuviera en un suburbio fronterizo con el campo abierto. No me cuadraba nada o, mejor dicho, era completamente absurdo: debía de estar en la misma puta manzana de edificios de la calle del principio. Decidí dar la vuelta y desandar el camino.

Delante vi un perro suelto con mala pinta y crucé a la otra acera. La tierra estaba seca y mis pasos levantaron nubecillas de polvo. Vi que el perraco seguía a lo suyo y a los pocos metros volví a cruzar. A la derecha había una especie de terraplén en el que antes no me había fijado. Detrás del terraplén vi una calle normal, con edificios y coches circulando. No me lo pensé dos veces y subí por el terraplén. La extensión de tierra era más grande de lo que me había parecido al principio, pero la calle normal estaba ahí mismo. Solo tenía que bajar por el otro lado del terraplén. Pero, joder, por ese lado era casi vertical. No era mucho desnivel, unos dos metros, pero no era plan de romperse la crisma. Seguí por el borde a ver si encontraba cómo bajar.

Me topé con la valla de una pequeña nave industrial y pensé que era mejor dar la vuelta y probar en la otra dirección. Pero vi a un chico paseando un perro y le pregunté. El chico llevaba la típica camiseta de la NASA, con el logotipo redondo que parece una chapa de cerveza. Me dijo que, en efecto, diera la vuelta y encontraría un trozo de calle asfaltada que conectaba con la calle principal. Respiré aliviado y volví sobre mis pasos.

Llegué a unas casitas pegadas al borde del terraplén, que daban a la calle asfaltada que me había dicho el chico. Me esperaba que fuera bajada, para conectar con la otra calle, pero era una buena cuesta. Me extrañó, pero seguí adelante. Había coches aparcados que tenían que haber venido de algún lado. 

Las casitas dejaron paso a un seto bastante tupido. Continué calle arriba y detrás de una curva apareció una especie de chalet. En el jardín había un grupo de chicas. Todas, menos una, llevaban camisetas de la NASA. Les pregunté si iba bien para llegar al centro de la ciudad. “Otro que se ha perdido”, dijo una. Contesté que me sentía ridículo, pero sí. La chica que no llevaba la camiseta de la NASA me dijo que ella también se había perdido y si podía acompañarme. Parecía angustiada. Le dije que sí y seguimos andando calle arriba.

“Eran simpáticas, pero un poco raras”, me dijo la chica. “Aquí todo es muy raro”, le dije yo. Le conté que me había desviado porque unos tíos estaban bloqueando la acera con una mudanza y entonces me había perdido, y ella me dijo que le había pasado lo mismo. Llegamos a lo más alto de la calle, que era como la cima de una colina, y contemplamos la ciudad a vista de pájaro. Reconocimos perfectamente los edificios, la plaza de toros, la mancha de vegetación del parque… Nuestra colina era como una isla en medio de la ciudad, pero en la que nunca habíamos estado y que nunca habíamos visto. Vamos, que no existía. Una cosa de locos.

“No sé qué explicación tiene esto, pero no queda otra que bajar”, le dije a la chica. Desde arriba el camino parecía fácil. Había que bajar atravesando unos descampados con algo de matorral y llegaríamos a un conocido barrio residencial al sur de la ciudad. La chica no dijo nada. Nos echamos a andar.

El camino parecía terminar en un muro altísimo. Hostiaputa, atrapados otra vez sin salida. Cuando nos acercamos, vimos que era la trasera de un edificio. Pero el terreno no llegaba a la pared. Había una especie de foso de unos quince metros de profundidad y de un metro de anchura. Justo enfrente había una hilera de ventanas y una estaba abierta. Se trataba de saltar hasta ella. Apenas un metro nos separaba del final de aquella pesadilla.

Iba a saltar yo primero. Estaba acojonado. Si no existiese la posibilidad de caer al vacío, el salto era una chorrada, pero así funciona el coco. Aterricé en una mesa que estaba bajo la ventana, armando un escándalo de mil demonios. Un niño de unos doce años se puso a gritar como un loco. No le hice caso, aparté la mesa y me asomé a la ventana para ayudar a la chica.

Se abrió la puerta de la habitación y apareció un señor, que debía ser el abuelo del niño. El niño seguía gritando. El señor también se puso a gritar. Lo quité de en medio de un empujón y busqué la salida del piso. La chica venía detrás de mí. Bajamos por las escaleras del edificio y salimos a la calle. ¡Por fin una calle conocida!

Pero no pudimos disfrutar del momento. Alguien empezó a gritar desde una ventana. Apareció un coche patrulla y nos cerró el paso. Habían llamado a la policía. Se montó un pollo del carajo. Bajó el abuelo del niño y nos rodeó un montón de gente. La chica estaba como en shock y yo ni siquiera intenté explicarme. 

Apareció un coche con un policía de paisano. Enseñó una placa y dijo que era el inspector no sé qué. Llevaba una camiseta de la NASA. Los policías le explicaron la situación, pero que el viejo debía de estar chocheando, porque decía que habíamos entrado por la ventana de un quinto piso. El abuelo lo oyó y empezó a protestar. El inspector dijo que él se hacía cargo y nos pidió que lo acompañáramos al coche.

La chica dijo que estaba mareada y se le doblaron las rodillas. Los policías la sujetaron antes de que cayera. Yo empujé al abuelo contra el inspector y me eché a correr. Alguien gritó “al ladrón”. Seguí corriendo.

Estuve varios días sin salir de casa. En el curro dije que había pillado el coronavirus. Me dejé la barba y me cambié el peinado. Pasaron los meses. A veces pensaba en la chica. Ni siquiera le había preguntado su nombre. Cierto día me la tropecé por la calle. Pero me hice el loco: llevaba una camiseta de la NASA.


2 respuestas a “#176 La nasa”

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