CÁNDIDO (nombre ficticio) es un flamante graduado y máster del universo. Lo que viene a ser el clásico jasp (joven aunque sobradamente preparado) de toda la vida. Amante de la estrategia, asume con ilusión su cargo directivo en una empresa de cuyo nombre no quiero acordarme.
Rápidamente identifica y clasifica los perfiles de la organización. El equipo no es perfecto, pero con estos bueyes hay que arar. Los procesos y las responsabilidades parecen estar bien definidos. Contempla la organización como un tablero de ajedrez. Es consciente de que la partida está empezada, pero es optimista: lleva la iniciativa (juega con blancas) y no le cabe duda de que sabrá mover sus piezas. Le encanta el ajedrez. Cuando sale de copas con sus amigos, les explica, ufano, la metáfora de su curro estratégico y el ajedrez.
No pudo evitar cierta inquietud cuando un alfil (metafóricamente hablando) le pidió una reunión. Le propuso un movimiento que a Cándido le pareció fuera de lugar. Le recordó, amablemente pero con firmeza, que tenía que ceñirse a las reglas y sólo podía moverse en la diagonal, ya le diría él hasta dónde, no fuera que ese caballo negro les diera un disgusto.
Disgusto el que se llevó Cándido al enterarse de que el alfil no le había hecho caso. ¿Es que no hablaba lo bastante claro? Se lo había chivado la reina blanca, a la que, dicho sea de paso, tenía bajo sospecha porque simpatizaba con las torres a espaldas del rey, lo que le resultaba del todo inconveniente para su estrategia.
Para más inri, el movimiento del alfil había sido un éxito (“brillante” era palabra que había empleado la reina blanca). Cándido intentó apuntarse el tanto diciendo que había sido cosa suya (las reglas están para saltárselas, ¿no?), pero el alfil ya había estado contando su versión por toda la empresa. A partir de entonces, tuvo la impresión de que el otro alfil y los peones lo trataban con menos respeto.
Precisamente fueron los peones los que le dieron el siguiente disgusto. Es verdad que no les había prestado mucha atención últimamente, pero es que el rey blanco lo llamaba a todas horas y no sabía decirle que no. El papel del rey en la empresa era más simbólico que otra cosa, pero Cándido le atribuía cierto poder, no se había dado cuenta de que solo era un “ladrón de tiempo”. El caso es que los peones, alentados por el sindicato, argumentaban que hacían funciones de alfil y de caballo, y exigían una mejora de sus condiciones laborales, empezando por el sueldo. Una cosa de locos.
Las negociaciones con el sindicato y los representantes de los peones no estaban yendo demasiado bien. Cándido estaba pez en esas lides y se había enrocado en el «no», porque le resultaba inconcebible que no se respetaran las reglas. La pretensión de los peones le parecía absurda. Solo le faltaba que quisieran ser torres o, ¿por qué no?, reinas y reyes. Qué listos, todos en la empresa cobrando lo mismo (como reyes). ¿Y la cualificación, qué? ¿Y la responsabilidad? Malditos peones comunistas.
Cándido empezaba a ponerse de los nervios, porque se estaba dando cuenta de que, en lugar de apoyarlo, la mayoría de los trabajadores y los otros directivos le estaban haciendo la cama. El colmo fue cuando una de las torres blancas lo acusó de mobbing: que si la ninguneaba, que si despreciaba su trabajo, que si pretendía cargarse su departamento, que si no tenía ni p#ta idea de cómo funcionaba la empresa… Estaba claro que iban a por él. Pero se mantuvo firme, nadie había dicho que el trabajo de directivo estratégico iba a ser fácil.
Una mañana, Cándido coincidió con Modesto (nombre ficticio) en la máquina de café. Lo miró, como siempre, por encima del hombro. Mentalmente lo había apodado “el funcionario”, porque Modesto le parecía un conformista sin ambición. Llevaba tropecientos años ocupando el mismo puesto de contable raso. Todos sus compañeros, incluso los novatos, lo habían adelantado por la derecha y por la izquierda en el escalafón. Era el peón más insignificante, the last monkey.
Cándido no pudo contenerse y empezó a descargar con Modesto toda su frustración a cuenta del conflicto con los peones. Modesto se encogió de hombros y le dijo que a él le daba igual, pero sus compañeros no hacían otra cosa que defender sus intereses jugando sus cartas. No eran las mejores, pero eran las que les habían tocado, igual que él, Cándido, y los demás jugadores tenían las suyas. Si pensaba que iban de farol, que subiera la apuesta. Pero que se andara con ojo, porque en las empresas casi siempre las cartas estaban marcadas. Ah, y había que tener suerte.
Modesto se alejó tarareando mentalmente una melodía. Tocaba la guitarra eléctrica en un grupo de rock y esa tarde tenía ensayo.
Cándido decidió dejar el ajedrez y aprender a jugar al póquer.