UNO DE los artefactos de la vida moderna al que le estoy cogiendo verdadera manía es el automóvil. Cada vez me parece más coñazo e insoportable en todas sus vertientes.
Para empezar, es el culpable de nuestro lamentable modelo urbanístico y social, caracterizado por unas ciudades pensadas para los coches en lugar de para las personas (o, mejor dicho, no pensadas en absoluto y colonizadas por los coches) y periferias residenciales en las que hace falta el coche hasta para comprar el pan y, por supuesto, para ir a trabajar.
A la gente le salían los números de vivir a.t.p.c. en una casa más barata y/o más guay, gracias al automóvil. Pero con la subida de los combustibles y los atascos, los que optaron libremente por irse a vivir a.t.p.c. dependiendo del automóvil han puesto el grito en el cielo para reclamar a las autoridades, qué digo reclamar, exigir, una solución. Y, en efecto, las autoridades solo tienen una solución: hacer más carreteras o añadir más carriles a las existentes.
Dejando a un lado la proverbial incompetencia de las autoridades (al fin al cabo son políticos), se trata de un problema de muy difícil solución. No solo es estructural, de modelo, que tardaría décadas en cambiarse, sino que sigue siendo reforzado por la poderosa fuerza de la industria, que sin duda nos tiene cogida la medida (no hay más que ver los anuncios de coches).
Tal vez la esperanza esté en los jóvenes (siempre criticados, pero de los que tenemos mucho que aprender), que, por lo que observo a mi alrededor, tienen bastante poco interés por sacarse el carnet de conducir y no les parece que tener un coche sea guay ni les dote de estatus.
Esta pequeña luz al final del túnel me ha llevado imaginar el colofón ideal para la historia del automóvil: que dentro de unos años tener un coche sea de pringado. “¿Sabes que Pepe [nombre ficticio] ha tenido que comprase un coche?” “Oh, no me digas, pobre…”