ACABO de terminar El señor Ibrahim y las flores del Corán, de Eric-Emmanuel Schmitt, un autor francés hasta ahora desconocido para mí. Se trata de una novela corta, casi un cuento, desde luego bienintencionada, bastante previsible y con una buena dosis de cursilería. Narra la historia de un adolescente judío, Momo, cuyo (atormentado) padre pasa de él como del agua sucia hasta el punto de abandonarlo, y acaba estableciendo una relación de amistad con un tendero musulmán, el señor Ibrahim.

El señor Ibrahim es el único árabe de una calle de París, la calle Azul, habitada mayoritariamente por judíos. Bajo su insulsa apariencia de tendero, cuyos días transcurren monótona y lentamente tras la caja registradora de su humilde colmado, se esconde un verdadero sabio.

Un día, el señor Ibrahim le pregunta a Momo por qué nunca sonríe y éste le responde que sonreír es cosa de ricos (que ni decir tiene que Momo es pobre, su padre lo había dejado en la indigencia). Luego Momo se explica mejor y le dice que sonreír es propio de la gente feliz y él, a todas luces, no lo es. El señor Ibrahim (ya hemos dicho que es un verdadero sabio) le dice que se equivoca, que es justo al revés, que “sonreír es precisamente lo que le hace feliz a uno”. Momo es escéptico, pero el señor Ibrahim le dice que pruebe y verá. Momo comienza a sonreír a diestro y siniestro y, tachán, la gente deja de tratarlo como a una cucaracha (esto no lo digo yo, son sus propias palabras). Está encantado con el resultado, le parece el arma definitiva.

A Momo y al señor Ibrahim les pasan más cosas, la mayoría cursis y previsibles, hasta llegar a un final cursi y previsible. Pero siendo el señor Ibrahim un verdadero sabio, he decidido hacerle caso yo también y sonreír más, mucho más.