EL OTRO día vi, por primera vez en mi vida, un autobús que indicaba “A – B. Trayecto semidirecto”. Me pareció un maravilloso ejercicio de honestidad hacia los usuarios. ¿Nunca le ha pasado coger un autobús “directo” y dar más vueltas que una peonza y hacer un montón de paradas?
Sin embargo, para el viajero tiquismiquis el significado de “semidirecto” tal vez no resulte lo bastante claro. Es lo que un matemático llamaría lógica difusa, borrosa o fuzzy.
“A – B. Trayecto directo” sería ir de A a B por el camino más corto y sin paradas intermedias. Típicamente el usuario desea llegar a B y hacerlo de la forma más rápida posible.
“A – B” sería ir de A a B de forma indirecta (aunque se omite la palabra en la definición del trayecto), es decir, dando un rodeo para cubrir cierta zona geográfica y con un número relativamente elevado de paradas. Típicamente el usuario no desea llegar hasta B (aunque a veces ocurre), sino bajarse en una parada anterior según su conveniencia.
El trayecto directo, tal como lo hemos definido, es único, mientras que el indirecto tiene infinitas posibilidades. En teoría, cualquier variación en un trayecto directo, por pequeña que sea, lo convierte automáticamente en indirecto. Pero en la práctica, el usuario tolera pequeños cambios (un breve desvío o una parada intermedia) sin dejar de considerar que el trayecto es directo. Solo percibe que es indirecto a partir de cierto umbral de desvíos y paradas intermedias, imposible de fijar con exactitud. En ese umbral subjetivo es donde se situaría el trayecto semidirecto.
En general, es más honesto informar a los viajeros de que el trayecto no es directo, pero solo satisfará a aquellos cuyo umbral sea superior al de la compañía de autobuses. El resto se quejará: “No sé por qué llaman a esto semidirecto, si da más vueltas que… “