DE PEQUEÑO me inculcaron que había que cuidar los libros. Nada de subrayar, escribir o, mucho peor, pintarrajearlos. Tenía sentido, porque los libros que había en casa eran compartidos por toda la familia y heredábamos entre hermanos los libros de texto (hasta que las editoriales empezaron a introducir cambios de un año para otro, casi siempre insignificantes, para impedirlo).
Pero ahora que tengo mis propios libros y (casi) nadie más los lee ni los leerá nunca, he empezado a hacerles marcas y anotaciones a mi gusto y conveniencia. Casi nunca subrayo, hago una pequeña marca vertical en el margen, junto a la frase o párrafo que me interesa, y luego escribo una notita en la página en blanco del final del libro o en la propia contraportada, en la que indico la página.
Esto no solo me sirve para encontrar las cosas que me interesaron en algún momento, sino también, cuando releo el libro, para ver cómo he cambiado con el paso del tiempo. Muchas veces no me acuerdo por qué hice tal o cual anotación, o me parece insulsa o equivocada.
Hay algunos libros a los que trato con rudeza, los doblo despiadadamente para leerlos con más comodidad y los llevo en la mochila de cualquier manera, como si el desgaste los hiciera más vivos y más míos.
Otros me parecen objetos delicados y preciosos, los manipulo con cuidadosa reverencia y hago las anotaciones a lápiz.
