MI MADRE siempre me mandaba a mí a bajar la basura. A lo mejor usaba un algoritmo de reparto ecuánime entre todos nosotros, pero mi impresión es que siempre me tocaba a mí. En esa época no existían los contenedores de basura, a última hora de la tarde se dejaban las bolsas delante del portal, al pie de la farola, y el camión pasaba por la noche a recogerla. Abro paréntesis. El sistema de contenedores no es tan guay como parece. Hace unos años viajé a Ámsterdam y allí no existen los contenedores. Cada calle tiene asignados unos días y horas para sacar la basura. Se deja delante de las casas en bolsas negras bien cerradas y listo. Luego hay puntos de reciclaje para los otros tipos de residuos y tal. Mucho más limpio y práctico que los contenedores. En mi ciudad las “islas” de contenedores son un asco. Cierro paréntesis.
El caso es que no me gustaba bajar la basura. Tenía un compañero de clase flipado por los ovnis y los extraterrestres(*), que me había hablado de las abducciones, y me imaginaba que en cada rincón de la escalera me estaba esperando un extraterrestre para secuestrarme. Vivíamos en un tercer piso y la escalera se me hacía eterna. Era un alivio cuando dejaba la bolsa de basura en la calle y volvía a entrar a toda prisa en el portal. Subía más tranquilo sabiendo que no había extraterrestres escondidos. Así las cosas, se me ocurrió que podía descolgar la bolsa de basura con una cuerda, desde la ventana de la cocina, y así no tendría que bajar. En el armario de los trastos había un trozo de cuerda bastante largo, el problema era encontrar un sistema para liberar la bolsa al llegar al suelo. Con el alambre de una libreta de resorte implementé un gancho que se soltaba cuando la cuerda dejaba de estar en tensión.
Llegó el día de la verdad. Descolgué la bolsa de basura desde la ventana de la cocina y empecé a bajarla poco a poco. Pero, ¡ay!, la cuerda resultó ser demasiado corta. El grito de la vecina del primero rasgó la noche. Se había pegado un susto de muerte al ver un bulto oscuro balanceándose frente a la ventana de su cocina. Mi proyecto terminó bruscamente. No recuerdo exactamente la reacción de mis padres, pero en aquella época no se les reían las gracias a los niños como ahora.
También tengo la noción de que mi madre me mandaba siempre a mí a comprar a la venta de Antoliano (nombre ficticio). Lo que sí estoy seguro es que mi hermano mayor no fue jamás durante los años que vivimos allí. Creo que le daba vergüenza o algo. Recuerdo que una tarde estaba preparando su mochila para ir de excursión el día siguiente y le faltaba no sé qué cosa. Mi madre le dijo que fuera a la venta y no quiso. Le contestó que ni loco. Y eso que era una cosa que necesitaba él. Me alucinó, porque yo estaba yendo todo el rato para comprar lo que me decía mi madre, que, lógicamente, era para toda la familia. Era una lata, porque había que esperar turno para pedir y luego hacer un montón de cola para pagar. Todavía no se habían inventado los códigos de barras y los precios se tecleaban a mano en la caja registradora.
También iba a la venta a comprar pipas. Me encantaba leer comiendo pipas. Compraba tantas pipas, que un día Antoliano me preguntó en broma si tenía un loro. Le seguí la corriente y le contesté que sí, también en tono de broma. O eso me pareció a mí. Pero el buen hombre se lo tomó en serio y unos días más tarde me anunció que había traído pipas para loro, que al venir en bolsas más grandes (como de un quilo o así) salían más económicas. Me hice el sueco. Tenía poco dinero y no iba a comprar una bolsa para quedar bien. Me flipó que hubiera pensado que yo compraba pipas Churruca para dárselas a un loro. Pero aprendí la lección de que hay que tener cuidado con lo que se dice, cómo se dice y a quién se le dice.
(*) Antes se usaba la palabra “extraterrestre”. “Alien” se popularizó a partir de 1979 con la famosa película.
