EN LAS relaciones humanas hay muchas cosas que parecen lo mismo, pero que en realidad no lo son. Por ejemplo, influir y persuadir. La principal diferencia es que la influencia se ejerce involuntariamente, mientras que la persuasión es queriendo. En el primer caso, el foco no está en la persona que influye (que lo hace sin querer, aunque pueda ser consciente de que está influyendo), sino en la que se deja influir. En el segundo caso es al contrario: el foco está en la persona que persuade (que lo hace voluntariamente, con un objetivo concreto).
Aunque la persona que influye (influencer) lo haga sin querer, tiene que existir una proyección de su actividad o de su forma de ser hacia los demás. Por ejemplo, Rafa Nadal proyecta su imagen de esforzado triunfador por su forma de jugar, de comportarse, y por las cosas que dice en los medios de comunicación. En principio, él no puede controlar sobre quién y cómo influye, pero es consciente de que influye. Cienes y cienes de personas lo admiran, se sienten inspirados por él y quieren ser como él.
Por su parte, la persona que persuade (llamémosla persuadeitor) tiene que ejecutar voluntariamente la acción de argumentar, amenazar o manipular a una persona o grupo de personas, con un fin concreto. Un ejemplo es cuando Rafa Nadal nos dice que nos compremos un coche coreano (del sur) que empieza por K y termina por A. Nos lo dice con un doble objetivo: primero, cobrar la pasta que ha pactado con la compañía coreana en un flamante contrato de publicidad; segundo, conseguir que la peña compre esos coches coreanos para que le renueven el contrato y seguir ganando pasta.
A partir de los ejemplos anteriores podemos observar que la condición de influencer y la de persuadeitor están íntima y sutilmente conectadas. Si en lugar de Rafa Nadal, el anuncio del coche lo hiciera mi compadre Federico, no persuadiría ni a mi cuñado Josemari. Rafa Nadal es un excelente persuadeitor porque es un magnífico influencer. El coche es el mismo, pero no es igual que le mole (supuestamente) a Rafa Nadal, que a mi compadre Federico, que no lo conoce ni el Tato, aunque entienda un huevo de coches, con perdón.
Hasta un influencer recién nacido se daría cuenta de las ventajas de esa capacidad de involuntaria influencia (que podemos asociar al concepto de carisma) de cara a obtener beneficios directos y tangibles actuando como persuadeitor. Por tanto, tratará de cultivar una mejor imagen que proyectar hacia las demás personas o, lo que es lo mismo, se convertirá inevitablemente en un persuadeitor de su propia condición de influencer.
De lo anterior se deduce que un influencer «en estado puro» es una muy rara avis en un contexto de economía de mercado. Podría ser una persona insospechada de la vida real, alguien que realmente ignore que está influyendo sobre la peña en cualquier aspecto. Pero la autoconsciencia de influencer destruye automáticamente esa condición, convirtiendo a la persona afectada en un persuadeitor.
El caso de los mal llamados influencers de las redes sociales es paradigmático. Sin duda deberíamos llamarlos persuadeitors.