Las tribulaciones de un marinero en tierra

#299 Tirar el escudo

IRENE Vallejo cuenta la historia del mercenario y poeta griego Arquíloco (680-640 a.C.) en su genial El infinito en un junco. Cometió el pecado mortal (Arquíloco, no Irene Vallejo) de deshacerse de su escudo y salir por patas de una batalla que se les había puesto cuesta arriba.

Los griegos de aquellos tiempos remotos tenían a gala regresar de la guerra «con su escudo o sobre él», es decir, vivitos y coleando después de haber luchado valientemente, o completamente muertos. En este segundo caso, más bien «los regresaban», y supongo que lo dirían metafóricamente, porque vaya trabajera para los supervivientes estar cargando a los muertos en sus escudos. Ser un «arrojaescudos», rhípsapis, era el peor insulto. Se sabe que Arquíloco fue un «arrojaescudos» porque tuvo el atrevimiento de contarlo él mismo en unos versos.

Esta historia me recordó a un señor francés mayorcísimo, llamado Maurice, que conocí hace un porrón de años en un pueblecillo de la actual España vaciada. Era aficionado al ajedrez, y tras ganarme un par de partidas y unos vasos de vino mediante, me contó que había participado en la Segunda Guerra Mundial. Formaba parte de la «tripulación» de un tanque. Consiguieron sobrevivir por el ingenioso método de abandonar el tanque ante la más mínima amenaza y esconderse por los alrededores hasta que hubiese pasado el peligro.

Me pareció bien. Yo probablemente hubiera hecho lo mismo, tal vez por simple cobardía (hay que verse en la situación) o como forma de resistencia frente a los gorditos (reyes, oligarcas, políticos y otra gente mal vivir) que conducen a los pobres flacos a morir en las guerras. Y lo mejor de todo es después proclamar con orgullo y satisfacción, como Maurice y Arquíloco, haber tirado el escudo para salvar el pellejo.


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