CURZIO Malaparte cuenta en La piel el bombardeo aliado sobre Hamburgo de 1943. Lo llamaron Operación Gomorra, un nombre muy apropiado para un ataque tan cruel: varias oleadas de bombas convencionales (explosivas), seguidas de bombas incendiarias de fósforo. La maquiavélica idea era que las bombas convencionales destruyeran los tejados y tabiques de los edificios, para que después las bombas incendiarias penetraran en su interior y los incendios se propagaran mejor. Les salió bien. Es decir, fatal.
El fósforo es un elemento químico que entra en combustión espontánea en contacto con el aire, y tiene la diabólica propiedad de adherirse y penetrar en la piel y los tejidos humanos. Algunos desgraciados que se vieron rociados de fósforo no tuvieron más remedio que arrojarse a los canales de la ciudad. Si sacaban un brazo fuera del agua, empezaba a arder. Estuvieron así varios días, apenas asomando la nariz y la boca para poder respirar, hasta que no hubo otra opción que pegarles un tiro para acabar con su atroz sufrimiento.
Las bombas incendiarias y los lanzallamas se basan en pulverizar gasolina en estado gelatinoso, también conocida como napalm (de ácido NAfténico y ácido PALMitico). Así se dispersa mejor, arde más tiempo y, para más inri, se adhiere a los objetos. El efecto del napalm es que arde el aire. Literalmente, una tormenta de fuego que abrasa, asfixia e intoxica: muerte segura (instantánea o diferida) con sufrimiento garantizado.
El napalm se hizo tristemente famoso con la Guerra de Vietnam, pero se ha seguido usando en los más variados conflictos a lo largo y ancho del orbe, como, por ejemplo, sin ir más lejos, en el Sáhara Occidental a finales de los años 70.
Hasta 1942 la gasolina gelatinosa se fabricaba con caucho natural. Pero como empezaba a escasear y era caro, le pidieron una solución a la Universidad de Harvard, prestigioso templo del conocimiento humano. La solución de los científicos fue el napalm, al que añadieron fósforo para mejorar su «efectividad», o sea, hacer más daño. Me imagino a los científicos, respetables padres de familia, regresando a casa después de la jornada laboral: «¿Qué tal hoy en el trabajo, cariño?» «De fábula, por fin hemos encontrado el producto perfecto: te quema vivo por fuera y por dentro sin escapatoria posible». «Guau. Mola».
En 1980, la ONU promovió un tratado para no utilizar el napalm contra objetivos civiles, pero muchos países no se adhirieron, por ejemplo, cómo no, los States. Lo hizo finalmente el presidente Obama, el 21 de noviembre de 2009, segundo día de su mandato. Aunque con una paradójica coletilla: el tratado puede ignorarse para salvar vidas civiles.
Los científicos e ingenieros que desarrollan armas tienen sobre su conciencia el sufrimiento y la muerte de millones de personas. Que se metan su «curiosidad compulsiva» y su «sed de conocimiento» por cierto sitio. Deberían ponerles la asignatura de ética en sus planes de estudio y hacerles un test psicotécnico antes de darles el título.
