Las tribulaciones de un marinero en tierra

#277 Breve historia de la virtualización del dinero

DENTRO de mi Almanaque Mundial de 1984 guardo un billete de cien pesetas de 1970. Es el típico de color sepia con el careto de Manuel de Falla. Tiene escrito que «El Banco de España pagará al portador cien pesetas» y está firmado por el gobernador, el interventor y el cajero.

Esa frase significaba que si uno se plantaba en el Banco de España y entregaba el billete, te daban a cambio cien monedas de plata de 5 gramos y 835 milésimas de pureza. O una moneda de oro de 32,5 gramos y 900 milésimas. O una combinación de otras monedas de oro y plata.

Ciertamente, en los viejos tiempos era un engorro estar custodiando y cargando con las monedas de un lado para otro. Así que a un espabilado se le ocurrió fundar un banco central (como el Banco de España) para encargarse de custodiar las monedas de la gente. Los billetes nacieron como simples recibos para acreditar el depósito. Si querías recuperar tus monedas, entregabas el recibo/billete.

Otro espabilado intentó comprar con un billete y funcionó, porque el vendedor confiaba en que podía cambiar el billete por su equivalente en monedas en cualquier momento. Y porque el billete le pareció auténtico, si el comprador le hubiera ofrecido un billete del Monopoly, lo hubiera echado a patadas. En esta transacción, el banco central actuaba como «tercera autoridad confiable», un concepto que se utiliza en la moderna criptografía de clave pública.

Este fue el primer paso de virtualización del dinero, aunque todo el mundo tenía claro que los billetes estaban respaldados por piezas estandarizadas (en peso y pureza) de plata y oro, a las que se les reconocía (casi) universalmente un valor intrínseco, debido a su escasez y a otros factores, también psicológicos. Produjo un efecto inesperado: el dinero real pasó de estar en manos de la gente a estar en los bancos centrales, o sea, en poder de los gobiernos.

Antes de la aparición de los billetes, los gobiernos (los reyes de turno) se habían dedicado a acuñar las monedas (para estandarizarlas y que fueran fácilmente identificables) a cambio de quedarse con algunas. Pero de repente se vieron como depositarios de la mayoría de ellas. Se dieron cuenta de dos cosas: La primera, que había que evitar a toda costa la falsificación de billetes y, en consecuencia, perseguir y castigar duramente a los falsificadores. La segunda, que era pasmosamente sencillo imprimir falsos recibos (billetes) a voluntad, sin que nadie les hubiese entregado a cambio su valor en oro y plata. Este comportamiento se llama «inflación» y es, hablando en plata, un robo.

La cosa estuvo más o menos controlada hasta la Primera Guerra Mundial, cuando las potencias beligerantes no pudieron resistir la tentación de imprimir los billetes que necesitaban. Para poner coto a esa estafa generalizada, los principales países (concepto difuso, pero en fin) se reunieron en Bretton Woods, en 1944, en plena Segunda Guerra Mundial, y decidieron que el dólar estadounidense iba a ser la divisa internacional, con la condición de que la Reserva Federal (una empresa privada, por cierto) mantuviese el «patrón oro».

Pero, ¡ay!, el amigo americano solo consiguió mantenerse en la senda de la virtud hasta 1971. Nixon dijo «hasta aquí hemos llegado» (o algo parecido) y canceló la convertibilidad del dólar en oro. Los bancos centrales (como el Banco de España) se apresuraron a eliminar de su billetes la famosa frase de «pagará al portador».

Y así, para estafarnos más y mejor, se virtualizó el dinero.


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