CADA VEZ que leo el típico artículo sobre «los n libros que hay que leer antes de morir», con n tendiendo a cien, mi tasa de lectura tiende a cero. En la última recopilación de imprescindibles, no llegaba al treinta por ciento. Y no puede sino empeorar, dado el frenético ritmo de publicación, la finitud del tiempo, y que, como todo bicho viviente, tiendo a envejecer.
Por decirlo todo, la verdad es que me importa un pito. A saber con qué criterio se elaboran esas listas. Probablemente con ninguno o, sorpresa en el Heliodoro, por intereses comerciales. Las miro por simple deporte y porque de vez en cuando, muy de vez en cuando, veo algún título que me llama la atención. De hecho, me he propuesto comprar menos y releer más. Aunque inevitablemente siempre caigo. A veces con acierto y a veces no. Todo va por rachas.
Mis libros de cabecera, que siempre releo y suelo abrir por cualquier página al azahar, con disfrute garantizado y fuente continua de inspiración, son los siguientes:
El cuaderno gris, de Josep Pla.
Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa.
El espejo de las ideas y Celebraciones, de Michel Tournier. (Son dos libros, pero para mí como si fueran uno).
Nueva enciclopedia, de Alberto Savinio.
Las pequeñas virtudes, de Natalia Ginzburg.
Historia de la filosofía, de Julián Marías.
Cartas a Lucilio, de Séneca.
Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar.
Diario 1887-1910, de Joules Renard.
Panóptico, de Hans Magnus Enzensberger.
Memorias, de André Maurois.
Diarios de bicicleta, de David Byrne.
