TODOS los días laborales, a las siete de la mañana, paso por delante de unos famosos grandes almacenes, camino del curro.
Justo en la puerta, bajo el típico techo que sobresale de la fachada, suelen dormir personas sin hogar. Esta mañana conté ocho.
Cuando vuelvo a pasar de regreso a casa, a primera hora de la tarde, no queda rastro de las cajas de cartón, las mantas, los sacos de dormir, los carros de supermercado. Relucen las baldosas. Brillan los cristales de las puertas correderas.
Hay un continuo trasiego de personas que entran y salen. Algunas van cargadas con bolsas llenas de cosas que probablemente no necesitan (o a lo mejor sí).
No sospechan que, al caer el sol, volverán las furtivas sombras para pasar la noche a la intemperie, a los pies del monstruo que las devora.
