Las tribulaciones de un marinero en tierra

#256 El desarrollo de las naciones

LA PEÑA ha viajado de un lado para otro e intercambiado cosas (comida, herramientas, relatos, canciones) desde el inicio de los tiempos. Unos 200.000 años, por poner una fecha. Los intercambios se fueron intensificando gradualmente hasta dar lugar al comercio propiamente dicho, primero basado en el trueque y después, en cualquier tipo de dinero comúnmente aceptado (oro, plata o lo que fuera).

Dando un salto en el tiempo, desde la mal llamada prehistoria hasta la antigüedad, los comerciantes más típicos de occidente fueron los fenicios. Y de oriente, los chinos. Los fenicios desaparecieron unos siglos antes de nuestra era (nacimiento de Yísus), mientras que los chinos se han convertido en los amos del comercio mundial.

El comercio puede entenderse como un conjunto de relaciones de intercambio a través de las fronteras (naturales y/o políticas) de los diversos pueblos y naciones. Funcionarían como «sistemas» que producen unas salidas (productos, personas y tal) y admiten unas entradas (lo mismo: productos, personas y tal). Un pueblo o nación autosuficiente, es decir, que no intercambia (casi) nada con su entorno, sería una autarquía.

En los felices tiempos remotos, cuando la gente recolectaba y (más esporádicamente) cazaba, casi todos los pueblos eran autosuficientes. Existían, como decíamos al principio, interacciones cuasicomerciales, por llamarlas de alguna manera, pero no resultaban esenciales para la supervivencia de esos pueblos. Sin embargo, con la nefasta aparición de la agricultura y la consiguiente especialización, las relaciones comerciales fueron ganando importancia hasta configurar un escenario de gran interdependencia entre los pueblos.

Este problema se agudizó con el surgimiento de los estados nación y, después, con la Revolución Industrial. Hasta ese momento, la mayor parte de los recursos existentes eran agropecuarios, y la riqueza de las naciones se medía por su capacidad de producción de alimentos. Para eso precisamente se inventó el catastro: un censo o inventario de las fincas existentes en un territorio y su capacidad de producción (y, de paso, para quedarse con una parte en forma de impuestos).

Las naciones que no disponían de algún recurso (material o humano), lo que era el pan suyo de cada día, tenían tres opciones: 1. Fastidiarse. 2. Comprarlo. 3. Robarlo.

La tercera opción, vaya uno a saber por qué, ha sido y sigue siendo la preferida de muchos gobernantes, originando un sinfín de inconvenientes para la humanidad en su conjunto. Por una simple cuestión de proximidad geográfica, las naciones tendían a guerrear con las naciones vecinas. Pero con el desarrollo del transporte, pronto descubrieron que era mucho más práctico someter a otros pueblos más alejados, pero en inferioridad militar. De esta forma surgió el fenómeno del colonialismo. Evidentemente, las naciones colonizadoras no reconocían abiertamente sus verdaderas motivaciones, sino que inventaban toda suerte de excusas, a cuál más peregrina, como llevarles la fe verdadera y la civilización. El hecho de que la fe verdadera y la civilización fueran incompatibles con el horror de la guerra, la muerte, la esclavitud y el robo, era un detalle sin importancia que cualquier relato nacionalista podía soslayar fácilmente.

Estas naciones experimentaron un fuerte crecimiento económico y sus ciudadanos alcanzaron un bienestar material inimaginable hasta entonces. Sus ciudadanas un poco menos, dado el machismo imperante. Sea como fuere, todos (gobierno, élites y populacho) estaban encantados de la vida y tuvieron la ocurrencia de denominar «desarrollo» a ese estado de pseudofelicidad. Automáticamente, el resto de naciones y pueblos se convirtieron en «subdesarrollados». Y eso al margen de cualquier otra consideración sobre los valores o la concepción del mundo de esas personas (y de sus derechos, obviamente). Es decir, quedó establecido que el único criterio válido para definir el desarrollo humano era, resumiendo, el PIB.

A partir de ahí todo vino rodado. El desarrollo es bueno y el subdesarrollo es malo, claro. De donde se deduce que los «desarrollados» son diligentes, inteligentes y buenos, y los «subdesarrollados», indolentes, torpes y malos, incapaces de desarrollarse. Por tanto, los primeros quedaron legitimados y los segundos, condenados.

En este momento existen dos flujos principales: 1. Desde los países «subdesarrollados» a los «desarrollados»: Materias primas, energía y curro humano, todo, con suerte, comprado a bajísimo precio. 2. Desde los países «desarrollados» a los «subdesarrollados»: Residuos (aunque parte de este flujo es global, porque las emisiones a la atmósfera y los vertidos al mar no conocen fronteras).

La conclusión es que el desarrollo de las naciones «desarrolladas» se ha producido, y continúa produciéndose, a costa del subdesarrollo de las naciones «subdesarrolladas». O dicho de otra forma, para que haya ricos (materialmente hablando), tiene que haber pobres. Hay gente que lo niega, pero me parece difícil de rebatir que, en un redondeta finito, el crecimiento material es un juego «de suma cero». Es decir, repartir lo que hay: si unos tienen mucho, los otros tienen poco. Las naciones «subdesarrolladas» no podrán jamás alcanzar el actual nivel de vida de las «desarrolladas», simplemente porque no hay recursos suficientes en el redondeta (aunque falte Groenlandia por explotar).

El último truco de las naciones «desarrolladas» fue inventar el concepto de «desarrollo sostenible», con el fin de acallar (o entretener) a las almas de cántaro. Pero la única solución posible es llegar a la igualdad en un punto intermedio. Ni siquiera basta con que las naciones «desarrolladas» dejen de crecer. Tienen que decrecer un poco (o bastante).

Pero «decrecimiento» es una palabra maldita. Y algunos iluminados pretenden llevarnos a Marte.


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