LA VIDA familiar en el hogar se desarrollaba en tres escenarios básicos: la mesa de la cocina, la mesa del comedor y los sillones delante de la tele. En la mesa de la cocina desayunábamos y cenábamos entre semana. Yo almorzaba en casa de mi abuela y mi padre en su empresa. Supongo que mi madre y alguno de mis hermanos comían en casa, en la mesa de la cocina, pero la verdad es que no estoy seguro. En cierta forma todos llevábamos vidas paralelas. Igual que con la tele. La veíamos en común, el mismo programa, en el mismo espacio físico y al mismo tiempo, pero, salvo por algún breve comentario antes de que otro nos mandara a callar, era casi una actividad individual.
En la mesa del comedor comíamos los fines de semana. Las llamadas de mi madre para que ayudáramos a poner la mesa eran un clásico. Una vez, siendo todavía bastante pequeño, no me limité a poner los cubiertos, vasos y servilletas, sino que fui llevando los platos de sopa, ya servidos, desde la cocina. Mi madre me decía «este para Fulanito» y yo lo llevaba. Como me había dado cuenta de que estaban bastante calientes, se me ocurrió aliviarles a los miembros de mi familia el sufrimiento de tomar la sopa hirviendo. Así que fui rodeando la mesa mientras soplaba plato por plato. Todavía no había nadie sentado, a pesar los gritos de mi madre para que fuéramos de una vez. El primero en aparecer fue mi hermano mayor. Me vio soplando en los platos de sopa y me gritó que qué cochinada estaba haciendo. Lo oyeron todos. Mi padre se cabreó un montón, hasta el punto de que no quiso comerse la sopa. Yo intenté argumentar que a nadie le importaba con las tartas de cumpleaños, pero alguien dijo que «no es lo mismo» y ya no me dejaron hablar. No me acuerdo muy bien del final del episodio, pero seguro que acabé llorando.
La mayoría de las veces comíamos con la tele de fondo, aunque sería más correcto decir en primer plano. La hora de la comida coincidía con el Telediario y mi padre, al que le interesaban las noticias, sobre todo de política, imponía el silencio. Cuando tuvimos una tele con mando a distancia, lo que hacía, si alguien hablaba, era subir el volumen. A mí me parecía una «indirecta» súper chunga y que era más importante hablar entre nosotros, pero mi padre tenía otra opinión.
No usábamos la mesa del comedor solo para comer los fines de semana. Era, por decirlo así, un espacio multiuso, aunque no de acceso igualitario. Cuando podía, yo la usaba para hacer las láminas de dibujo técnico del instituto, porque el escritorio abatible de mi habitación era demasiado pequeño. Era una mesa casi rectangular. El casi viene de que los lados largos eran rectos en el centro y luego formaban un pequeño ángulo hacia adentro, de tal forma que los lados cortos eran un poco más cortos que si la mesa hubiera sido un rectángulo. Venía a ser una especie de octógono aplastado. En lugar de esta descripción matraca, lo suyo sería hacer un dibujillo (una imagen vale más que cincuenta y dos palabras), pero me da pereza.
Otra característica de la mesa era que tenía un cristal encima (con la forma de octógono raro, claro). Era un rollo para pinchar el compás, aunque mejor así, porque, si no, hubiese dejado la superficie de madera llena de arañazos. Una de mis preocupaciones era no cargarme el cristal (sin querer). Era bastante frecuente que se nos cayeran cosas encima, pero siempre aguantaba. El objeto más peligroso era un pequeño cilindro metálico, bastante pesado, que usábamos como pisapapeles o para sujetar un extremo de la regla cuando dibujábamos. Era como una de esas mini latas de aceitunas, pero maciza. Supongo que lo traería mi padre del taller de su empresa. El caso es que el famoso cilindro estaba pidiendo a gritos caerse sobre el cristal y hacerlo añicos. Solo faltaba una mano ejecutora. Y quiso el destino que esa mano fuera, precisamente, la mía. Cierto (aciago) día estaba yo jugando con el cilindro de marras, tonteando con el peligro, y se me resbaló. Como era previsible, el sufrido cristal no soportó el impacto. Mi padre se enfadó, pero menos de lo esperado. Hizo una plantilla con el típico papel marrón «de envolver» y encargó un cristal nuevo. Llegó a la conclusión de que un cilindro metálico no es compatible con una superficie de cristal, y lo retiró de la circulación.
La mesa también era extensible, lo que resultaba muy útil para las reuniones de Navidad, etc. Tenía dos tableros escamoteables, uno en cada extremo, pero no quedaban muy sólidos, porque la mesa no era de buena calidad. Había otro problema: el famoso cristal. Como, obviamente, el cristal no era extensible, se formaban dos escalones bastante peligrosos para la estabilidad de los vasos y copas. Mi madre ponía unos manteles doblados en cada tablero para intentar igualar el desnivel, pero el resultado no era muy bueno. La solución obvia, que era quitar el cristal, no se contemplaba, porque era un peligro estar manipulándolo y no había un sitio seguro donde dejarlo.
El principal usuario de la mesa del comedor era mi padre. En ella planificaba (hacía planos) y ejecutaba (con resultado incierto) sus variados inventos. Una vez se le ocurrió fabricar y comercializar un pegamento. No tengo ni idea de cómo pensaba fabricarlo, pero se puso a diseñar y hacer prototipos de la cajita de cartón que debía contener el tubo de pegamento. Hizo varios diseños sobre cartulina, que recortó y plegó para formar la cajita. No recuerdo el nombre que iba a tener el producto. En todo caso, el proyecto no prosperó, no sé porqué.
También recuerdo a mi padre calculando y dibujando los planos de un calentador de agua de energía solar. Evidentemente, este tipo de calentador solar ya estaba inventado y era más simple que el mecanismo de una moneda: el agua circula por un panel sobre el que inciden los rayos del Lorenzo, calentándola. Pero esto le parecía a mi padre poco eficiente. Su invento consistía en calentar solarmente un aceite pesado, en lugar de agua. Y luego hacer circular el agua por un serpentín sumergido en el depósito de aceite caliente, que hacía de «intercambiador de calor». Me habló del «calor específico» y de la «función de transferencia».
La idea pasó del papel a la realidad, conmigo de ayudante. Construimos el prototipo en la azotea de casa, en unas condiciones de chapucera precariedad similares a cuando nos iniciamos en la construcción naval. Mi padre compró un panel solar, que pintamos de negro e instalamos en una especie de caja de contrachapado, con tapa, lógicamente, de cristal. El serpentín creo que lo «encargó» en el taller de la empresa donde trabajaba. Lo más divertido era la terraja, la herramienta para hacer la rosca de las tuberías metálicas (en aquella época no existían las tuberías de materiales plásticos). Era hipnótico ver surgir las virutas de metal al ir accionando la palanca de la terraja.
La idea de mi padre era conectar el calentador solar con la instalación de fontanería, en el punto de inicio del circuito de agua caliente, que estaba en la cocina. Llegamos a descolgar los tubos por la fachada para meterlos por la ventana de la cocina, pero al final no hicimos la conexión. Algo no iba bien en el calentador. Por algún motivo, el agua no circulaba por el serpentín, desbaratando el intercambio de calor. Mi padre compró una pequeña bomba, pero la instalación fue complicada, porque tuvo que sacar el serpentín, que ya estaba sumergido en el aceite, y montó un cristo de cuidado. Entonces resultó que la bomba hacía circular el agua demasiada rápido. Así que le instaló un potenciómetro para reducir su velocidad de giro. Le pareció una genialidad, porque así podía adaptar el funcionamiento del calentador a las condiciones meteorológicas (intensidad del sol), hasta que se dio cuenta de que el potenciómetro era manual y no era plan. La solución natural era usar un termostato, pero claro, ¿dónde ponerlo, en el aceite o en el agua? No llegó a probarlo, porque falló la unión de la bomba con el serpentín, y se mezclaron el agua y el aceite (o emulsionaron, por decirlo con propiedad). Tiró la toalla y se esfumaron sus sueños de comercializar un calentador solar súper eficiente. Hoy en día se diría que mi padre hacía I+D, pero no i.
