Las tribulaciones de un marinero en tierra

#229 Brevísima historia del cristianismo

COMO TODO el mundo sabe, el cristianismo surgió con Cristo, que en realidad se llamaba Jesús. Cristo viene del griego christós, que significa «ungido» (untado con aceite sagrado). Como la peña lo llamaba Iesoûs Christós (Jesús el ungido), al final se quedó Jesucristo.

La primera controversia empezó en seguida. Como Jesús era judío, los judíos querían que el cristianismo permaneciera integrado en el judaísmo y los hombres se circuncidaran, etc. A esta corriente se la llamó «judeocristiana». Pero otro grupo, encabezado por Pablo de Tarso (el que se cayó del caballo camino de Damasco y terminó de santo), quería que el cristianismo se expandiera y fuera universal. Spoiler: acabaron ganando los partidarios de Pablo. Se piensa que los judeocristianos, que no consideraban a Jesús de naturaleza divina (porque creían en que Dios era único), pudieron tener alguna influencia sobre Mahoma, ya que el islam adoptó la misma idea sobre Jesús. Pero este posible contacto no está demostrado.

Para universalizar el cristianismo, el bueno de Pablo se fijó en la cultura de más prestigio de la época, la griega. Se le ocurrió copiar el modelo padre-hijo de Zeus y Apolo. Igual que Apolo, hijo de Zeus, era un dios, Jesucristo, hijo de Dios, también era un dios. Pero como les encantaba complicar las cosas, en el concilio de Calcedonia (451) se decidió que Jesucristo no solo era divino, sino también humano (como la luz, que es onda y partícula). Una parte de la Iglesia egipcia no estuvo de acuerdo con lo de la naturaleza humana y se separó, formando la Iglesia copta, que todavía existe.

El momento clave para el cristianismo fue un siglo y pico antes, cuando el emperador Constantino lo adoptó como religión oficial del Imperio romano. Ya sabemos que solo fue una astuta maniobra para cohesionar el imperio, porque los romanos eran bastante tolerantes en cuestiones religiosas. El caso es que Roma se convirtió en la sede de la cristiandad, con el papa a la cabeza. Había otras sedes importantes: Antioquía, Alejandría, Jerusalén y Constantinopla (denominada así precisamente por Constantino). Estas sedes fueron perdiendo importancia ante la presión del islam, excepto Constantinopla, la capital del Imperio romano de Oriente. De hecho, fue ganando tanta relevancia que acabó disputándole el liderazgo a Roma.

En el año 1054 se produjo la ruptura. A esas alturas ya había caído el Imperio romano de Occidente, pero Roma seguía siendo la cabeza visible de la Iglesia cristiana. Los orientales se denominaron «ortodoxos», que significa «los que siguen la doctrina correcta», y los occidentales (paradójicamente, dadas las circunstancias), «católicos», que quiere decir «universales». En realidad no había muchas diferencias entre ambas corrientes. Una era que los curas ortodoxos podían casarse (aunque los monjes sí estaban obligados al celibato). Quedó claro que la palabra «Iglesia» había perdido su significado original: «comunidad única».

El siguiente cisma lo protagonizó el fraile agustino alemán Martin Luther (1483-1546), Lutero para los amigos, que empezó como católico y acabó como «protestante». A los protestantes también se les llamó «evangélicos», porque se ceñían estrictamente a los evangelios. No querían saber nada de las cosas que los católicos y los ortodoxos decidían en sus concilios. Por ejemplo, en el concilio de Éfeso (431) se había decidido sobre el carácter divino de la Virgen María, en su calidad de madre de un híbrido dios-humano (Jesús). La cosa tuvo su importancia, porque supuso un giro feminista del cristianismo (Éfeso había tenido como diosa «pagana» a Artemisa), que sirvió para integrar a un montón de comunidades que tenían diosas (por ejemplo, en México la Virgen de Guadalupe sustituyó a la diosa Tonantzin). Pero esto le importó un pimiento a Lutero: En los evangelios no se decía nada de la divinidad de María. Se siente.

Los protestantes también pasaron de los santos como del agua sucia. Les molestaban especialmente los que se habían creado ad hoc para asimilar a otras culturas, como santa Brígida de Irlanda, sustituta de la Brigit celta. Pero la principal diferencia con los católicos era que no reconocían la jerarquía de la Iglesia ni, mucho menos, la intermediación de los sacerdotes con Dios. Para ellos la relación entre el humano (protestante) y el Padre Eterno era directa, con lo que desaparecía la confesión. Bueno, y otra diferencia fundamental era que la salvación no se alcanzaba por los (buenos) actos, sino exclusivamente por la fe.

Otra cosa que hicieron fue abolir los monasterios, porque no les parecía serio eso de apartarse de la sociedad. El hecho de que la propiedad de los monasterios pasara a manos del estado, a lo mejor sirvió de incentivo para que algunos gobernantes abrazaran la reforma protestante.

Ingalaterra, bajo el reinado de Enrique VIII (1491-1547), coetáneo de Lutero, no quiso ser menos que Alemania y también rompió con Roma. De hecho, esta ruptura se considera parte de la reforma protestante, aunque no se produjo por razones teológicas sino políticas. O, más bien, personales. Corría el año 1534 y Enrique quería la nulidad de su matrimonio con Catalina de Aragón. El papa le dijo que de eso nada, monada, y Enrique le contestó que usted no sabe con quién está hablando. Fundó la Iglesia anglicana, también llamada Iglesia de Inglaterra (Church of England), con él como jefe supremo, y se anuló a sí mismo su matrimonio. Esta ruptura llevada a cabo por Enrique VIII tuvo su ironía, porque había sido proclamado «defensor de la fe» (católica), precisamente por haber rechazado el luteranismo.

Lutero había abierto la caja de Pandora (aunque en realidad no era una caja, sino un tarro). Como no se reconocía jerarquía alguna, las iglesias evangélicas empezaron a proliferar como setas, cada una con su particular interpretación de los evangelios. O incluso basándose en evangelios nuevos, como la Iglesia de Jesucristo de los Santos Últimos Días (conocidos popularmente como los mormones) y su Libro del Mormón, que recoge el testimonio que, supuestamente, Jesús reveló a los nativos americanos precolombinos.

Es en los Estados Unidos donde han surgido más Iglesias evangélicas, muchas de ellas de carácter apocalíptico y milenarista, como los Adventistas del Séptimo Día y los Testigos de Jehová. O las llamadas «pentecostales», que se basan en revivir el día de Pentecostés (la venida del Espíritu Santo) con unas ceremonias cargadas de emotividad.

Ante este panorama tan diverso, surgió el «ecumenismo», un movimiento por el que las principales Iglesias cristianas, sobre todo las mayoritarias, intentan limar asperezas y buscar puntos de encuentro. En 1948 se fundó el Consejo Ecuménico de las Iglesias, que actualmente se llama Consejo Mundial de Iglesias y tiene su sede en Ginebra, Suiza. Según su página web, agrupa 352 Iglesias.

Un solo Cristo ha dado lugar, como poco, a 352 «cristianismos». Fin de esta brevísima (e inevitablemente incompleta) historia.


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