NUNCA le había prestado demasiada atención al fenómeno de la suerte del principiante. Me parecía, como su propio nombre indica, una simple cuestión de suerte y ya.
Pero el libro Zen en el arte del tiro con arco, del filósofo europeo Eugen Herrigel (1884-1955), me ha dado un enfoque nuevo sobre el asunto.
Herrigel cuenta su experiencia como discípulo del maestro Awa Kenzo, en el arte del kyudo (tiro con arco), durante su estancia en Japón entre los años 1924 y 1929.
El pobre Herrigel estuvo meses y meses repitiendo las posturas del arquero, agotado de mantener la tensión del arco, disparando contra un rollo de paja, apenas a dos metros de distancia, sin progresar nada de nada, a criterio de su maestro. En el arte del kyudo, la flecha «se» dispara sola en el momento oportuno, no la dispara el arquero a su voluntad. Cuanto más se empeñe en acertar en el blanco, confiando conscientemente en su destreza o en emplear cualquier técnica, peor resulta. Por absurdo que parezca, el arquero no tiene que apuntar, debe desprenderse de cualquier intención de dar en el blanco y de su propio yo. (Este concepto lo conecto con el principio del wu wei del taoismo, del que hablé en el palike #186, pero ya volveré sobre él en otro momento).
Cierto día Herrigel se dio cuenta de que «se» había hecho un buen disparo, porque su maestro hizo una reverencia, y exteriorizó su alegría. Pero el maestro se enfadó con él, porque alegrarse, igual que enfadarse en caso de fallar, es un acto superfluo que no aporta nada al hecho en sí. La virtud no tiene otro premio que la propia virtud.
Si el rollo místico del maestro Kenzo era una simple fantasmada, lo disimulaba bien: era capaz de dar en el blanco, en total oscuridad, a 28 metros (la distancia estándar del kyudo), e incluso conseguía que una segunda flecha partiera por la mitad a la primera, que ya estaba clavada en la diana (tipo película de Robin Hood y tal).
Esta historia me hizo pensar en la suerte del principiante. Aquel que prueba algo por primera vez (tiro con arco o cualquier otra cosa) no tiene ninguna presión, porque lo normal es que lo haga mal. Entonces actúa con espontaneidad y acierta. La gente se asombra y lo felicita. Cuando vuelve a llegar su turno, el principiante quiere repetir o mejorar su resultado anterior. Ahora siente la presión, intenta poner las manos o el cuerpo de esta o aquella manera de forma consciente… y el intento le sale rematadamente mal. Lo de antes fue la suerte del principiante, dicen todos.
Como europeos random que somos, podemos pensar que la filosofía del kyudo y otras artes orientales son un simple ceremonial vacío, pero a lo mejor la suerte del principiante es un efímero atisbo de esa otra realidad, que se nos muestra como una llamita, pero no la sabemos avivar, sino que la extinguimos con un brusco soplido de pragmatismo occidental.
