MATILDA empezó a trabajar en la Compañía Telefónica en 1963, con los veinte años recién cumplidos. El año anterior había terminado una especie de formación profesional llamada «perito mercantil», que se impartía en la Escuela de Comercio. Su padre, don Héctor Groseilla, era un machista falócrata asqueroso, que no había querido que fuera a la universidad. Le parecía una pérdida de tiempo. Lo que tenía que hacer era buscar un buen marido y formar una familia como Dios manda. Ahora parece más un plan diabólico que divino, pero en aquella época era lo que había.
Para más inri, el hermano de Matilda, Leopoldho, que era once meses y un día más joven que ella, sí había ido a la universidad. Había estudiado Empresariales obligado por don Héctor. Le flipaba la filología francesa, pero su padre le había dicho que eso no tenía salidas y se dejara de mariconadas (sic). Estaba destinado a heredar la empresa familiar. Hoy en día sería muy difícil obligar a un hijo a estudiar algo contra su voluntad. Al hijo le bastaría con hacer una huelga de cerebro caído, sin mayores consecuencias. Pero en aquellos tiempos, vaya usted a saber por qué, los padres daban más miedo que ahora. Y hay que decir que, en concreto, don Héctor Groseilla daba bastante miedo.
A don Héctor no le hizo mucha gracia que Matilda entrara a trabajar en la Telefónica. Pero menos le gustaba mantener vagos en casa. Se limitó a gruñir y mandó llamar a Francisco Lorín, novio de Matilda y Paco para los amigos. Paco trabajaba en la imprenta de su padre, un negocio boyante que esperaba heredar algún día. Don Héctor le soltó un discursito sobre el matrimonio y le dijo que lo que se esperaba de un hombre (y él, don Héctor, lo esperaba) era que pudiera mantener a su familia, y que a ver si se decidía de una vez, porque tic-tac. Paco era un buen muchacho, pero un poco lento. Y encima don Héctor lo ponía nervioso. Se quedó pensando en qué quería decir eso de tic-tac. Al final, envuelto en una niebla de confusión, le prometió que hablaría con Matilda. Recibió una palmada amistosa en la espalda como para tumbar a un bisonte.
Paco habló con Matilda. Matilda le contestó que de casarse nada, monada. Acaba de cobrar su primer sueldo. Tener su propio dinero era una interesante novedad. Le encantaba su trabajo de telefonista y había hecho buenas migas con sus compañeras, todas mujeres. Eran conocidas como «las chicas del cable». Incluso le parecían divertidos los turnos de noche, mientras la gente normal dormía. Empezó a fumar. A su padre le dijo que cobraba la mitad de lo que realmente ganaba y, aún así, a él le pareció una barbaridad. Por su parte, Leopoldho acababa de terminar el servicio militar obligatorio (en Infantería de Marina) y don Héctor le estaba preparando su primer contrato como contable adjunto. Es decir, para trabajar de contable cobrando una mierda. A don Héctor, insistimos, le gustaba hacer las cosas como Dios manda.
Tanto es así, que Dios (ya se sabe que es un bromista) llamó a don Héctor justo el día en que Leopoldho tenía que firmar el contrato. De camino a la oficina, hizo su parada habitual en el bar El galápago y cayó redondo antes de probar el café. Apoplejía, dijeron los médicos. Leopoldho se hizo el sueco, aprovechando el desconcierto, y no firmó el contrato. De hecho, jamás volvió a poner un pie en la empresa que había sido de su padre. Él, Matilda y su madre, doña Ana Cecilia, viuda de Groseilla, heredaron sendas participaciones, pero delegaron toda la gestión en don Manuele Fortuny, socio de don Héctor y amigo de toda confianza.
Doña Ana Cecilia no se recuperó del golpe y en menos de un año ya le habían dado tierra. Matilda y Leopoldho acordaron vender el piso familiar. Se repartieron los muebles, cuadros y joyas como buenos hermanos. Matilda se compró un coche, se mudó a una casita en la playa y le dio boleto definitivo a Paco (como era un buen muchacho, se lo tomó con deportividad). Leopoldho se fue de viaje a la Provenza y, a su regreso, entró a trabajar en un banco y se matriculó en la Alianza Francesa. En su primera clase de francés, conoció a la que sería su esposa y madre de sus hijos.
Matilda y Leopoldho se llevaron un disgusto cuando se enteraron de que la empresa había quebrado. Tenían que haber vendido su parte cuando estaban a tiempo. El bueno de don Manuele, consciente de su finitud y de la fugacidad de la vida, había dejado de pagar a proveedores y empleados durante unos meses, y se había fugado a Brasil con una bonita suma en la saca. El caso se publicó en los periódicos locales. La empresa no sobrevivió al desfalco. La esposa de don Manuele tampoco.
Pasaron los años. Matilda seguía soltera y feliz como telefonista. Leopoldho seguía casado, con dos hijos, y feliz como empleado de banca.
Se llevaron otro disgusto cuando se enteraron de que había fallecido su tío Andrés, hermano de su padre. Era conocido como «el cubano», aunque en realidad había emigrado a Venezuela. Todo empezó con una confusión (nadie recuerda de quién), que se convirtió en costumbre para hacerlo rabiar. Antes la gente era muy puñetera. El disgusto quedó algo atenuado cuando el notario les comunicó que su tío les había dejado una casa en herencia. Era una casa de dos plantas y sótano, de techos altos y grandes ventanas, en el centro de la ciudad. A Leopoldho le correspondería la planta baja y el sótano, y a Matilda, la primera planta. Lo único es que en esa primera planta vivía, como usufructuaria, la tía Eremitas, de ochenta años de edad y a la sazón hermana mayor (y superviviente) de Andrés y Héctor. Matilda debía permitir que su tía siguiera viviendo en la casa hasta que fuera llamada por Dios. Don Andrés no la había hecho heredera, porque no soportaba a la hija de su hermana y no quería que nada suyo acabara en sus manos.
Leopoldho no tuvo nada que objetar. Matilda tampoco. En la Telefónica acababan de instalar la primera centralita automática y estaban prejubilando a sus compis más antiguas. Ya no salían tanto como antes y empezaba a sentirse un poco sola y aburrida. Se le ocurrió que podía vender la casa de la playa (con tanto guiri se estaba volviendo una brasa), tirar su viejo coche al desguace, y mudarse al centro, con todo a mano. La tía Eremitas era simpática y, además de hacerle compañía, seguro que se curraba la casa y la comida. Los hermanos aceptaron la herencia y Matilda se mudó de inmediato con su tía. Leopoldho puso en alquiler la planta baja y el sótano.
Cierto día, Leopoldho había quedado con una potencial inquilina para enseñarle la casa. Cuando iba a abrir la puerta de la calle, sonaron unos fuertes ladridos desde dentro. Estaba claro clarinete que había un perro. No es que les tuviera miedo a los perros, pero no le hacían mucho tilín. Abrió despacio y por el hueco de la puerta apareció, en efecto, el hocico de un perro. Leopoldho no pudo verlo bien, pero era una especie de pastor alemán bastante grande y con bastante mala leche. Cerró la puerta. ¿Qué demonios hacía ahí ese perro? Tocó en el portero automático del primer piso y le salió su tía Eremitas. Sí, era el perro de Matilda y se llamaba Volcán. Leopoldho le dijo que bajaran a cogerlo. Su tía le contestó que Matilda estaba trabajando, que ella no quería saber nada del perro, y, además, le daba miedo bajar sola por la escalera. Leopoldho, con un cabreo que te pasas, no tuvo más remedio que esperar a la protoinquilina en la calle y decirle que tenían que dejar la visita para otro día. Los móviles todavía no se habían inventado. Se le ocurrió que a lo mejor podía abrir la puerta, para dejar salir al perro, y al carajo. Pero no quería líos y no lo hizo.
Le había dejado el recado a su tía Eremitas para que Matilda lo llamara. Pero tardó un par de días en poder hablar con su hermana. Leopoldho se subía por las paredes. ¡No poder entrar en la casa por culpa del puto perro de los cojones! Le preguntó a Matilda por qué había dejado el perro suelto en la entrada y la escalera, que eran zonas comunes. Matilda le dijo que no le quedaba más remedio, porque su tía no lo quería en casa y qué quería que hiciera, ¿matarlo? Leopoldho flipó en colores. ¿No le daba pena tener al pobre bicho ahí metido todo el día? Se ve que no. Le dijo que hiciera lo que le diera la gana, pero él tenía derecho a entrar en su casa sin ese perro ahí, o llamaría a la policía. Matilda le dijo que como si quería llamar al Papa de Roma.
Al día siguiente Volcán seguía en el mismo sitio y Leopoldho llamó a la policía. Se montó un pollo del copón. A Matilda no le quedó más remedio que meter al perro en su piso, pese a las protestas de la tía Eremitas. Pero tan pronto se fueron los municipales, volvió a sacarlo. A los dos días, Leopoldho volvió a llamar a la policía, esta vez a la Nacional, y se montó otro pollo. Fue incluso peor que el anterior, porque Matilda estaba trabajando y la tía Eremitas pasaba olímpicamente del perro. Leopoldho quería que se lo llevaran, pero los policías le dijeron que tenía dueño, estaba en una propiedad privada, y no había atacado a nadie. Casi lo detienen a él por desobediencia a la autoridad.
La tía Eremitas, que no quería que el perro acabara en su casa, le sugirió a Matilda que hiciera construir una cancela de madera y la pusiera al pie de la escalera, de forma que Volcán no pudiera acceder al rellano de abajo y Leopoldho pudiera entrar en su casa sin tropezárselo. Así se hizo, pero a Leopoldho le seguía pareciendo una matraca. Cada vez que entraba o salía, Volcán montaba un escándalo desde detrás de la cancela, a escasos centímetros de su puerta. Por no hablar del coñazo que daba, a cualquier hora, ladrando aleatoriamente. Un par de personas interesadas en alquilar el piso habían desistido al ver el rollo. ¡Qué cruz más grande, por Jesús y la Virgen! Le dijo a Matilda que pusiera la cancela en el rellano de arriba o, al menos, a mitad de la escalera. Pero ella se negó en redondo. Volcán necesitaba espacio vital.
Leopoldho estaba desquiciado. No le daba la gana de soportar esa situación surrealista. Llamar a la policía no servía de nada. Podía darle una chuleta envenenada a Volcán, pero seguro que Matilda se compraba un Volcán Dos y vuelta a empezar. No iba a estar todo el día envenenando perros. Así que se plantó en los juzgados y denunció a su hermana Matilda a cuenta del perro Volcán. A partir de aquel momento dejaron de hablarse.
No cuentan las crónicas qué argumentaron los respectivos abogados, pero el hecho es que un juez dedicó su valioso tiempo a estudiar el caso. Casi un año después, dictaminó a favor de Matilda y condenó a Leopoldho a pagar las costas.
Leopoldho no volvió a aparecer por la casa. Pensó en venderla, pero al final contrató una inmobiliaria para que la pusiera en alquiler y se encargara de cualquier gestión. La inmobiliaria la alquiló a una pareja que, probablemente de forma ilegal, acabó poniendo una peluquería. Pasaron los años y Dios llamó a la tía Eremitas. Volcán, por su parte, también fue llamado por su Dios (cada tipo de bicho tiene el suyo). Matilda se prejubiló y siguió viviendo encima de la peluquería.
El tiempo, que lo cura (casi) todo, consiguió que Matilda y Leopoldho volvieran a hablarse. Pero no se sabe qué se dijeron.
