Las tribulaciones de un marinero en tierra

#218 (con)figuraciones (19)

NOS ROBARON el Anchoa II en menos de lo que canta un gallo. Para no estar cargándolo todo el rato, mi padre había decidido dejarlo en un rincón de la playa, junto a las pequeñas barcas auxiliares de los pescadores. No era una mala idea, pero cometió un graso error: dejarlo encadenado a un bloque de cemento que había preparado, usando un cubo como molde y con un hierro asomando a modo de anilla.

Era una ofensa imperdonable. El resto de barcas estaban depositadas libremente sobre la arena. Y ahora venían unos pijos de la ciudad a encadenar su mierda de patín. ¡Pues sus vais a enterar! La verdad es que el patín daba el cante. Aunque tenía una pinta bastante cutre, sobre todo visto de cerca, era una rara avis, un cuerpo extraño en el grupo de humildes barquitas. Y encima encadenado, como si fuera la joya de la corona.

Total, que ya fuera por el reto, por darnos una merecida lección o por simple maldad, el Anchoa II desapareció para siempre a los pocos días de haberlo dejado en la playa. Supongo que lo usarían como mini batea para criar mejillones o para quemarlo en una hoguera de San Juan, porque era una matraca de embarcación, incómoda y muy poco marinera.

Mi padre dijo que «este país se va al garete» y que «los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra», pero creo que en realidad se alegró. Lo que le gustaba era pescar, y así tenía la excusa perfecta para intentar pillar una barca de verdad. Había intentado pescar desde el patín, pero era muy incómodo, sin sitio para poner nada.

A los pocos días, apareció por casa con un folleto de embarcaciones de fibra de vidrio, de un astillero catalán cuyo nombre no recuerdo. A mi madre no le hacía gracia lo de comprar una barca y los oí discutir. Finalmente, mi padre escogió un modelo de unos tres metros y medio, de color naranja, fabricado con una técnica llamada de «doble casco», que lo hacía insumergible. 

Llegó el momento de buscar un motor fueraborda y acompañé a mi padre a una tienda que tenía los British Seagull. Eran motores de sólo dos o tres caballos, me parece que de dos tiempos, y con una pinta un tanto anticuada (vintage). Pero a mí me encantaban, porque en el cómic La Isla Negra salía un motor de esa marca. Era la escena cuando Tintín, después de haber saboreado una pinta y pasado la noche en el pub The Kiltoch Arms, navega, vestido con un kilt escocés, hacía la Isla Negra. Pero a mi padre no le gustaron nada y fuimos a otra tienda que vendía motores Yamaha. Eran de cuatro tiempos y la verdad es que parecían mucho más modernos, con su carcasa negra integrada. Mi padre eligió el de ocho caballos.

El día D fuimos a recoger la barca y la llevamos a la playa. Cuando la dejamos sobre la arena me pareció mucho más pequeña que en la tienda. Y al meterla en el agua, más pequeña todavía. Pero antes de eso, le pusimos el nombre y la matrícula, con letras y números de vinilo negro adhesivo, que mi padre había preparado. Demostró tener poca imaginación: la bautizó Anchoa. A secas, al menos no la llamó Anchoa III o Nuevo Anchoa.

Probamos la barca con los remos y la verdad es que estaba guay. Después instalamos el motor y conectamos el depósito de combustible, que tenía una especie de pera de goma, a mitad de la manguera, para bombear la gasolina al motor. La cosa no fue tan bien, porque el motor era demasiado pesado y potente para esa barca tan pequeña. A poco que abrieras gas, se levantaba de proa a lo bestia. Lo que se viene a llamar «ponerte el barco por sombrero». Daba miedo no, lo siguiente. Sobre todo con el (habitual) oleaje.

Prepararnos para navegar era un infierno. Había que cargar en el coche la barca, los remos, el motor, el depósito de gasolina, el rezón (ancla pequeña), el salvavidas, los chalecos ídems, las bengalas, las cañas de pescar de mi padre… Aún así, me divertía bastante el tiempo que estábamos en movimiento, tanto como me aburrían los momentos en que nos parábamos a pescar. Mi padre era un pescador bastante competente desde la costa, pero con la barca pescaba bastante poco. Supongo que no le tenía pillado el truco del almendruco a pescar «a fondo», en lugar de con boya. O a lo peor no había peces. O eran peces smart que no picaban.

Así estuvimos un tiempo, batallando con el pequeño Anchoa, hasta que mi padre decidió que necesitaba algo más grande. Ni corto ni perezoso, lo vendió (sin el motor) y compró una Taylor de segunda mano, de cinco metros y medio, también de fibra de vidrio. Se llamaba Bahía y Bahía se quedó.

Era demasiado grande y pesada para estar cargándola en el coche, así que se iba a quedar fondeada en la playa, entre las embarcaciones de los pescadores. Buscamos un hueco entre ellas y bajamos, con bastante peligro, el «muerto» de cemento que había hecho mi padre, con una ducia de metros de cadena y una boya de plástico naranja en el extremo. En la operación, que hicimos desde el propio Bahía gracias a la roldana (polea) que tenía en la proa, nos ayudó mi hermano mayor.

Aunque seguía siendo una lancha abierta, sin cabina, la navegación era más cómoda y segura, y podíamos ir más lejos. Por contra, también nos permitía estar más tiempo parados, con mi padre pescando, lo que multiplicaba mi aburrimiento. No podía evitar pensar en que nuestras vidas dependían del famoso motor Yamaha de ocho caballos. No teníamos emisora y no existían los móviles. Solo nos falló una vez, por culpa de la bujía, pero no estábamos demasiado lejos y regresamos a remo sin demasiado problema.

Por aquel entonces escuché por primera vez que es mejor tener un amigo con un barco, que tener un barco. Pensé que era una verdad como un templo, porque el mantenimiento era un curro. Y lo nuestro era una simple lancha que no llegaba ni a los seis metros. Lo más pesado era endulzar el motor después de cada jornada de navegación. Había que ponerlo en un soporte y arrancarlo metido en un barreño de agua dulce, para eliminar la sal del circuito de refrigeración. Esto lo hacíamos, bajo la curiosa mirada de los viandantes, en el caótico garaje-trastero donde guardábamos los bártulos náuticos, que tenía alquilado mi padre desde tiempos inmemoriales.

Un sábado por la mañana, mientras preparábamos el Bahía en la orilla de la playa, apareció una joven alemana y se puso a hablar con mi padre en alemán. En mi ingenuidad infantil, no sabía si fue un encuentro casual o habían quedado, pero el hecho es que la joven acabó por meter su bolso en el Bahía y salimos a navegar los tres. No podría precisar su edad, estaría en una horquilla entre 25 y 35. Como hablaban y se reían en alemán (mi padre con la fluidez justa para hacerse entender), yo no me enteraba ni del nodo. Me limité a hacer mi trabajo de grumete, con cara de póquer y la boca cerrada.

Mi padre le explicó a la joven cómo manejar el motor y navegamos un buen rato, mar adentro, con ella a los mandos. Ellos iban sentados a popa, uno a cada lado del motor, y yo en la proa, mirando hacia delante. El mar estaba como un plato y la joven no quiso dejar pasar la oportunidad de bañarse en (casi) alta mar. Pararon el motor y la muchacha se tiró al agua con su biquini y tal. El difícil momento de volver a embarcar fue todo risas y diversión, con mi padre tirando de ella hasta que lo consiguió.

Navegamos de regreso y depositamos a la joven en la playa. Se alejó caminando y nosotros nos quedamos recogiendo. Mi padre no dijo ni pío. Yo no le pregunté nada. A ella no volví a verla jamás, ni sobre el ondulante mar ni en tierra firme.


Deja un comentario