Las tribulaciones de un marinero en tierra

#216 (con)figuraciones (18)

MIS PADRES tenían en casa un par de típicos álbumes de fotos de los de toda la vida: tapa dura, páginas de cartulina negra y fotos en blanco y negro sujetas por las esquinas. Eran fotos de sus respectivas infancias y juventudes, y luego de sus primeros años de vida en común. Había una foto de mi padre en la playa, haciendo algo parecido al actual paddle surf, pero sobre un «patín» (una especie de mini catamarán) construido por él mismo, al que había bautizado Anchoa. Mi padre estaba de pie, con un remo largo de doble pala en las manos. Se le veía sonriente y en buena forma. Tendría veintipocos. En esa época, primera mitad de los 50, todavía no había conocido a mi madre. Bueno, se conocían de vista, pero no salían juntos.

Cierto día, mi padre me enseñó la foto del patín y me dijo que estaba pensado construir otro igual, que si yo quería ayudarlo. Lo iba a llamar, como no podía ser de otra manera, Anchoa II. También mi abuelo materno se había hecho una piragua cuando era un muchacho, junto a su amigo Paquete (nombre real), a partir de unos planos sacados de una revista. A mí me flipaba la idea de hacer algún tipo de barca (una vez lo había intentado, sin éxito, con mi amigo semialemán). Total, que le dije a mi padre que sí quería ayudarlo.

Nuestro improvisado astillero iba a ser la azotea del edificio, en unas condiciones y con unas herramientas tan precarias, que el de Bricomanía se caería de culo. Dejando a un lado las inevitables restricciones materiales, la verdad es que mi padre era bastante chapucero. Me resultaba curioso, porque una vez que yo estaba intentando arreglar un juguete a base de pegamento Imedio, él me había dicho que no había que hacer chapuzas, que si se hacía algo, había que hacerlo bien. Yo era bastante pequeño y me pareció un buen consejo. Pero en fin, Serafín.

Mi padre dibujó los planos del patín. Iba a tener una eslora (longitud) de apenas 3 metros. Para la construcción íbamos a utilizar «chapa marina», un tipo de tablero contrachapado pensado para resistir el agua. Cada casco estaría formado por cuatro piezas de chapa marina: los laterales, rectos por arriba y con una suave curva por debajo; la pieza de abajo, que seguía la curvatura de los laterales para formar la «panza» del casco; y la tapa de arriba. El elemento clave eran las dos piezas de madera maciza que iban a cerrar los extremos del casco, formando la proa y la popa, en las que convergían las piezas de contrachapado. Después, los dos cascos quedarían unidos mediante tres tablas, espaciadas unos 20 centímetros, para formar el patín.

Un sábado fuimos a comprar los tableros y los trajimos a casa en la baca del SEAT 1430. Los cortamos en el suelo de la azotea, apoyándolos sobre tacos de madera, con una cutre-sierra eléctrica de calar que tenía mi padre. Para poder enchufarla, hizo un alargador de n metros que metió por la ventana de la cocina. Además de las cuatro piezas principales, cortamos unos rectángulos para reforzar internamente los cascos, a modo de cuadernas. Al estar cortadas a pulso, todas las piezas quedaron regulines, pero mi padre dijo que «luego, con la fibra de vidrio, ni se va a notar». El siguiente fin de semana tallamos las cuatro piezas de madera maciza, utilizando una sierra de costilla manual, un formón poco afilado y un martillo de orejas con la cabeza suelta. El proceso fue bastante peligroso y el resultado incierto. Salimos milagrosamente indemnes y dispuestos para comenzar el montaje del Anchoa II.

Montamos los cascos al revés, es decir, con la tapa apoyada en el suelo, después de clavar en sus extremos las piezas macizas de proa y popa. A continuación pusimos las cuadernas y después los laterales. Por último, pusimos la panza, forzando el tablero a curvarse. Dicho así parece fácil, pero nos costó dios (la minúscula es intencionada) y ayuda ajustarlo todo. Habíamos usado una resina sintética a modo de pegamento (que por nuestra falta de pericia tendía a adherirse a nuestras manos y ropa) y clavos de cobre (que por nuestra falta de pericia tendían a doblarse). Yo expresé una ligera duda sobre el resultado y mi padre repitió que «luego, con la fibra de vidrio, ni se va a notar».

Para qué fue aquello. Mi padre compró unos rollos de «lana de vidrio», que manipulamos con simples guantes de goma de fregar los platos. Menos mal que estábamos al aire libre. Tuvimos que cortarla en tiras largas, para pegarlas con resina, con la ayuda de un rodillo, en todas las aristas de los cascos del patín. Un trabajo asqueroso. Había fibra de vidrio y resina hasta en la sopa. Se estuvo secando hasta la semana siguiente. Lo pintamos, a brocha, de azul y blanco. De lejos no tenía tan mal aspecto. Mi padre remató la faena escribiendo Anchoa II con letras negras en los dos costados del flamante patín.

Para hacer el remo, recortamos las palas de un resto de contrachapado y las encajamos en un tubo de PVC tan largo como el propio patín. Mi padre enrolló una cuerda fina donde se suponía que iban las manos y la pegó con la resina sintética. Luego lo pintamos de blanco.

Afortunadamente, el patín cabía por la puerta de la azotea y por la escalera. Un domingo por la mañana lo bajamos y lo cargamos en la baca del coche. Despertó cierta expectación en el vecindario. Fuimos obsequiados con ingeniosas bromas y comentarios. Lo llevamos a la playa e hicimos la botadura sin mayor ceremonia, pero con cierta emoción. Flotó.


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