UN ELEMENTO común de las religiones humanas es la existencia de libros sagrados, que sirven de base a los diferentes credos, escritos de puño y letra por los dioses. Esto es una consecuencia directa de la era de la escritura, porque un texto escrito puede tener cualquier autor y luego ser atribuido a otra persona (divina o humana) o incluso permanecer anónimo.
Con el soporte audiovisual la cosa no sería tan sencilla. Si las religiones tuvieran «podcasts sagrados» o «vídeos sagrados», ¿cuál sería la voz o el aspecto de los dioses? Seguro que sospechosamente antropomórfico, a cuenta del conocido concepto de «a su imagen y semejanza». A mí esto siempre me ha parecido un poco raro. Un creador no tiene por qué hacer criaturas iguales a sí mismo, de la misma forma que un relojero no tiene aspecto de reloj o un carpintero no tiene aspecto de mesilla de noche.
Pero los humanos somos más listos que el hambre, seguro que el podcast o vídeo sagrado lo grabaría el médium de turno (sacerdote o sacerdotisa) y diría que el contenido se lo reveló el dios correspondiente. Y el resto de la peña nos lo creeríamos automáticamente.
Con los textos escritos todo es más fácil, al menos en teoría. Ya tenemos interiorizada la imagen de los dioses dictando sus normas y sus cosas a los profetas de confianza. No lo hacían así por no molestarse (aunque eran los p#tos amos), sino porque en las moradas divinas todo es etéreo y no hay lápiz y papel (ni piedra y cincel).
En la práctica, la cosa se complica. Con tantos textos disponibles, a las religiones no les quedó más remedio que filtrar un poco. Los cristianos inventaron el «canon» con esta finalidad. Lo que es canónico (que está dentro del canon) es lo que acepta la Iglesia. Lo que que está fuera, que la Iglesia no acepta, recibe el nombre de «apócrifo», que significa oculto y oscuro (no daban puntada sin hilo).
Un ejemplo de textos canónicos son los famosos evangelios de Marcos, Mateo, Lucas y Juan, aunque no se sabe quién demonios los escribió ni cuándo. Se les atribuyeron a ellos a finales del siglo ii. Las fechas aproximadas de cuándo fueron escritos son: Marcos, año 70; Mateo y Lucas, año 85; y Juan, año 90. Los tres primeros son tan parecidos, que pueden escribirse en columnas paralelas y leerse al mismo tiempo. Por eso se llaman «sinópticos». El de Juan tiene más diferencias.
El truco del almendruco está claro: son versiones del mismo texto, con pequeños y astutos cambios, para que parezca que cuatro personas independientes (Marcos, Mateo, Lucas y Juan) fueron testigos de los mismos hechos y así dar credibilidad al relato. Los expertos han llamado «Evangelio Q» a ese hipotético evangelio fuente.
En 1945 aparecieron unos textos antiguos, dentro de una humilde jarra de cerámica, en Nag Hammadi, Egipto. Era una colección de escritos del cristianismo gnóstico primitivo, que, en un alarde de imaginación, fue denominada «biblioteca gnóstica de Nag Hammadi». Entre esos textos apareció el «Evangelio de Tomás», que recoge dichos de Jesús. Se dató entre el año 70 y el 200, es decir, que es más o menos de la misma época que los otros. La Iglesia, sin embargo, lo considera apócrifo.
Según los expertos, los cuatro evangelios canónicos y el de Tomás tienen un antecedente común más antiguo todavía, llamado «Evangelio de Pedro» o «Evangelio de la Cruz», aunque no es probable que lo escribiera el auténtico Pedro (el apóstol). De este evangelio solo se conservan algunos fragmentos, precisamente los de la pasión y resurrección de Jesús. Y para más inri, también es apócrifo. Ya desde el remoto año 190, el obispo Serapión de Antioquía prohibió que se leyera en las misas, por no sé qué rollo de la naturaleza humana o divina de Jesús.
Ante esta complicación de textos y versiones, se me ha ocurrido la siguiente idea, que propongo (con toda humildad y respeto) a los líderes religiosos del mundo: alimenten a GPT-4o (la «o» viene de «omni») con todos los textos sagrados (y los profanos relacionados, no sean pillines), para obtener el «libro sagrado refundido» de cada religión, y los correspondientes «podcasts sagrados» y «vídeos sagrados», con sus avatares y tal. Si esta aplicación teológica de la IA tiene éxito, recuerden que se me ocurrió a mí.
