DICE MI madre que aprendí a montar en bicicleta antes que a caminar. Es una exageración, pero por poco. Me acuerdo de mi primera bici como si fuera ayer. Era roja. La típica bici roja de niño pequeño. Algunos veranos íbamos a pasar un par de semanas en la casita que tenía mi abuela paterna en el campo. Recorría los caminos de tierra, con mi pequeña bici roja, hasta lugares remotos que ahora me parecen ridículamente cercanos. Una mañana me monté en la bici y se partió por la mitad. No me caí, simplemente el cuadro se partió en dos (no tenía barra horizontal) y me quedé de pie, sujetando por el manillar la parte delantera. Creo que no lloré. Mi padre, en su condición de químico, me habló de la corrosión del acero y de la fatiga del metal. Pasé el resto del verano reducido a un simple peatón.
Mi siguiente bici fue una Rabasa Derbi de color blanco. Me la regaló mi madre, sola o en compañía de otros (mis abuelos), un par de años después. Todavía era una bici infantil: cuadro de paseo con portabultos integrado, guardabarros, faros, una sola velocidad y ruedas de 20 pulgadas. Estaba muy guay. La usé hasta que se me quedó pequeña.
Mi hermano mayor tenía una bicicleta tipo «chopper», de color rojo, pero no la usaba demasiado. Un día se le rompió la pieza que sujetaba el sillín por detrás (era alargado, distinto de los sillines normales) y la bici se quedó arrimada durante años en un garaje-trastero que tenía mi padre. Cuando necesité (es la palabra exacta) otra bici, mi padre arregló la de mi hermano. En el taller de la empresa donde trabajaba le fabricaron una sujeción nueva para el sillín y yo mismo puse la bici a punto. A esas alturas ya me había comprado mi primer juego de llaves fijas, marca Acesa, en la extinta ferretería «El martillo». La bici no estaba nada mal, sobre todo porque tenía tres marchas, lo que para mí era una novedad. No sé de qué marca era, porque mi hermano (supongo) le había quitado las pegatinas.
Pero yo suspiraba por una bicicleta de carreras, como se decía entonces. Ahora se llaman «de carretera» En la enciclopedia Monitor que había en casa, en la palabra «bicicleta», salía una Bianchi de carreras del característico color verde azulado o azul verdoso. Me pegaba la tira de tiempo mirándola. Iba de vez en cuando, con mi primo R, a una tienda de deportes para echar un vistazo a las bicis de carreras. Tenían una Orbea y una BH muy parecidas, las dos con 10 marchas, y casi del mismo precio, unas estratosféricas 17.000 pesetas. Mi primo y yo no parábamos de pensar en formas de ganar dinero.
Resultó que un hermano de mi padre, mi tío M, que vendía jabones industriales, tenía un amigo que importaba bicicletas americanas. A través de mi tío, mi padre me compró una flamante AMC de carreras, en azul y crema… que pesaba un quintal. El cuadro parecía estar hecho con barras macizas, en vez de con tubos. Era literalmente un «hierro». Yo entonces no lo sabía, pero en aquellos años (finales de los 70 y principios de los 80), los americanos estaban muy por detrás de los europeos en bicis y componentes. La única cosa novedosa de la AMC eran unas palancas de freno adicionales, para poder frenar con las manos en la parte superior del manillar. A la gente le llamaban la atención, pero a mí me parecían poco deportivas.
Tiré con la AMC de marras hasta que conseguí ahorrar 4.000 pesetas y me compré una Orbea de segunda mano, color verde botella, que era de un compañero de clase de mi hermana mayor. Al poco, la desarmé totalmente y la pinté de blanco con un espray. Un par de años más tarde la pinté de azul. Con esa bici ya empecé a hacer kilómetros. Me había comprado el libro La técnica del ciclismo. Guía práctica para instructores y corredores y me hacía mis entrenamientos sistematizados en llano, montaña y tal. Siempre salía solo, pero coincidía con dos amigos del instituto, que eran unos maquinillas: T, alias el zombi (porque parecía un ídem), y F, alias Angus (por el guitarrista de AC-DC). A Angus le gustaban las carreras de motos y se le ocurrió la idea de los frenos de disco para bicis, muchos años antes de que se inventaran. Era un número verlo sobre la bici, con el pelo largo al viento (en esa época no usábamos casco) y escuchando rock duro con el walkman y los auriculares (ahora está prohibido, con razón).
Algunos veranos íbamos al típico sitio de playa. Yo aprovechaba para ir en bici y hacer una etapa realmente larga, mientras el resto de la familia iba en coche. Uno de esos veranos a mi padre se le ocurrió volver a montar en bici, porque «es un ejercicio formidable», «yo siempre anduve en bicicleta» y «montar en bicicleta nunca se olvida». Desempolvó la famosa AMC y la llevó al lugar de vacaciones. Yo me comprometí a echarle una mano con la bici y salir con él a montar. Tampoco es que yo fuera como un pincel (en esa época todos éramos bastante cutres), pero la pinta de mi padre vestido para montar en bici era digna de verse: calcetines blancos «de deporte», esos con dos rayitas de colores, pantalones cortos de color caqui bastante anchos, camisa con cuello, a cuadros, de manga corta, y gorra publicitaria con la chichonera (antecesora del casco) encima. Y, por supuesto, el paquete de cigarrillos en el bolsillo de la camisa.
Había dos momentos críticos para mi padre: arrancar y bajarse de la bicicleta. Arrancar le costaba un par de intentos, pero no tenía mayores complicaciones. Bajarse era mucho más problemático… casi siempre terminaba en caída. Debo ser un mal profesor. Se me ponían los pelos de punta cada vez que lo veía caerse al suelo como un saco, aunque me admiraba su perseverancia para intentarlo una y otra vez. A los pocos días ya estaba lleno de arañazos y magulladuras. Me parto y me mondo con lo que ahora llaman resiliencia.
Una de las veces, yo me había adelantado un poco y varias personas fueron corriendo a ayudar a mi padre. Era un espectáculo dantesco: un señor mayorcete tirado en medio de la calle, enredado con su bicicleta, luchando denodadamente por levantarse. Entonces oigo que mi padre les dice, mientas agita los brazos desde el suelo: «Déjenme, déjenme, que yo siempre me bajo así».
