Las tribulaciones de un marinero en tierra

#208 (con)figuraciones (14)

CUANDO cumplí mi primera ducia, mi abuelo materno me regaló Entre los pieles rojas, de Karl May. Dos volúmenes en tapa dura, editados en 1927, que a él le debieron regalar cuando tenía más o menos mi edad. Nos llevábamos cincuenta años justos: 1967-1917=50. Así que conservó los libros durante al menos cincuenta años. Llevan conmigo casi otros cincuenta.

Las películas «de vaqueros» me gustaban bastante, como a todo niño random. El libro de Karl May me encantó, porque me descubrió una perspectiva del «oeste americano» hasta entonces desconocida para mí. Ahora me fastidia reconocer que fui una víctima del colonialismo cultural jolivudiense, pero es lo que hay.

Lo primero que me llamó la atención es que los famosos vaqueros, que eran los héroes de las películas de ídems, en realidad eran unos p#tos pastores (con todo el respeto para los pastores; ojito, que tengo muchos amigos pastores). Los verdaderos cracks eran los westmen, que no se dedicaban a pastorear bicharracos para ganarse la vida. Eran exploradores que contactaban con las tribus locales (casi siempre hostiles, pero con su corazoncito), aprendían sus costumbres y su idioma y, en resumen, eran la vanguardia de la «conquista del oeste» derrochando epicidad. Esto desde el punto de vista de los hombres blancos colonizeitors, claro. Para los indios, los «rostros pálidos» en general y los westmen en particular eran unos sinvergüenzas. Esto no lo digo por seguir la corriente de lo políticamente correcto, sino porque con la edad he aprendido que siempre hay que escuchar al borracho y al tabernero. (También tengo amigos borrachos y taberneros, pero no quiero irme por las ramas).

El prota es un joven alemán (Karl May era alemán) que emigra a los Estados Unidos en busca de fortuna. Al ser blanco, todo le viene rodado. De la mano de su mentor, Mr. Henry the gunsmith (el armero), entra a trabajar como topógrafo en la Compañía de Ferrocarriles del Pacífico. El joven alemán es un JASP (*) megacrack del Renacimiento: no solo domina la trigonometría y la física, sino que doma un caballo indomable, caza un bisonte salvándole la vida al viejo Sam Hawkens, mata un oso grizzly a cuchilladas y deja fuera de combate (aplicando la violencia justa) a un fuertaco (aunque desnortado) westman, con lo que se gana el apodo de Old Shatterhand (mano destructora) y su fama no conoce fronteras. A quien sí conoce es a un joven y noble apache, Winnetou, que siendo consciente del (lógico) ocaso de su civilización decide unir su destino al de Old Shatterhand. El bueno de Winnetou tiene una hermana que… bueno, en fin.

May también cuenta la forma que tenían los indios para seguir el rastro de personas y otros bichos, cómo acechaban sigilosamente en la oscuridad los campamentos enemigos, y la peculiar técnica que utilizaban para correr grandes distancias sin cansarse: hacer recaer el peso del cuerpo sobre una pierna durante un tiempo y luego sobre la otra, y así sucesivamente. Esta forma de correr me resultó curiosa y la intenté poner en práctica, con resultado incierto.

Años más tarde se me ocurrió leer la biografía de Karl May (1842-1912).  Vendió unos 200 millones de libros. Un maquinilla. Por lo visto, pasó por la cárcel por unos pequeños hurtos (antes de ganar una pasta gansa escribiendo), lo que me pareció chungo, aunque no afectó a mi opinión sobre su talento como escritor. Lo malo, el jarro de agua fría, fue enterarme de que jamás había salido de Alemania. O sea, que todo es inventado. No lo digo por la historia en sí, que claro que es inventada, sino por el contexto, que es lo que aporta la necesaria verosimilitud aristotélica a un relato. Los paisajes, las ciudades, las costumbres de los indios, la famosa técnica de correr (qué pardillo yo, probándola)… todo inventado. En esa época no tendría muchas fuentes de información. La conclusión es que en lugar de utilizar la realidad de una época para contar una historia, las novelas de Karl May, igual que las películas de Jólivud, han contribuido a crear una visión del mundo fake en las tiernas mentes infantiles de varias generaciones. Odisea en lugar de aniquilación. De esos polvos, estos lodos. Vaya responsabilidad.

En ese mismo cumpleaños me regalaron (no recuerdo quién) otro libro que me impactó: Los muchachos de la calle Pal, del húngaro Ferenc Molnár (1878-1952). Lo escribió en 1907, aunque mi edición española es de 1975 (**). Un libro que envejece bien. Hungría es un país «raro», bastante desconocido en España incluso hoy en día. Sin embargo, la historia que cuenta (las peripecias de unos chicos de ciudad) podría haber ocurrido en París o Londres en lugar de en Budapest. El joven Boka es el sensato líder de la pandilla de la calle Pal, que intenta defender su campo de juegos frente a los chicos del Jardín Botánico, comandados por Feri Ats, su antagonista malote o, hablando en plata, el jefe de los malos.

Los muchachos de la calle Pal están organizados como un ejército en el que todos son oficiales excepto un único soldado, el pequeño y rubio Nemecsek, al que todos dan órdenes. El soldado Nemecsek hace todos los trabajos pesados y solo él puede ser arrestado por insubordinación.

Pasan cosas y al final del libro (me permito el espoiler porque supongo que nadie va a leerlo), el soldado Nemecsek se comporta como un héroe: hace una incursión en el Jardín Botánico y tiene que permanecer escondido dentro de un estanque, en la gélida noche de Budapest, para que no lo pillen. Consigue cumplir su misión, que supone la victoria definitiva de los muchachos de la calle Pal, pero muere a los pocos días de una pulmonía. Gruesos lagrimones rodaron por mis mejillas.

(*) Joven Aunque Sobradamente Preparado.

(**) En tapa dura y con buena pinta, pero con una tipografía regulín: las líneas están demasiado juntas.


Deja un comentario