Las tribulaciones de un marinero en tierra

#198 (con)figuraciones (9)

LOS DÍAS normales de colegio, yo comía en casa de mis abuelos maternos, que vivían cerca, y luego volvía a clase por la tarde. Mi abuela siempre me ponía más comida de la cuenta y después me hacía “reposar” en un sillón, porque decía que estaba flaco como un cangallo. Yo no sabía lo que era un cangallo, pero me imaginaba que era un gallo flaco. Lo acabo de buscar en el diccionario y significa “persona muy alta o flaca”. La verdad es que yo no era alto, sino todo lo contrario, bastante menudo para mi edad. A mis padres les preocupaba que no hubiera «dado el estirón» y me llevaron a un médico. Algún potingue me recetó, y creo que también unas inyecciones. Ya fuera por el tratamiento o por obra de la madre naturaleza, di el famoso estirón al año siguiente y al final me quedé de estatura normal.

Lo más divertido de comer en casa de mis abuelos era que yo comía con mi abuelo. Comíamos en una pequeña mesa que se extraía de uno de los muebles de cocina. Era una innovación tecnológica que yo no había visto en ninguna otra casa. Mi abuelo siempre terminaba antes que yo y luego pelaba una manzana «a cáscara completa». El prodigio consistía en cortar la piel de una sola pieza, formando una larga espiral. Casi siempre lo conseguía. Después mi abuelo se iba a dormir una siesta y a mí me mandaban al sofá del salón a reposar.

Cuando terminábamos nosotros, comían mi abuela y mi tía C, si es que había llegado del trabajo. Si no, comía mi abuela sola y le dejaba la comida preparada a mi tía. Un día le pregunté a mi abuela por qué no comíamos los tres (o los cuatro) juntos en la mesa del comedor. Me contestó que era una lata estar poniendo la mesa del comedor y así era más cómodo para ella. Le di la razón, porque la que se lo curraba era ella. Muchas veces, mientras hacía la comida, me decía que estaba cansada de hacer siempre lo mismo, día tras día. Empecé a ser consciente de la desigualdad entre hombres y mujeres. Por lo visto, el orden natural de las cosas era que, una vez casados, los maridos curraban fuera de casa a cambio de un salario, y las mujeres curraban dentro a cambio de tener una casa donde currar. Los que no se casaban y se quedaban como solterones y solteronas eran considerados bichos raros, sobre todo ellas, de las que se decía que “quedaban para vestir santos”. Todo me parecía un poco extraño, pero no me planteaba que pudiera cambiarse.

Mi abuela nació en 1920 y mi abuelo en 1917. En 1942 ya tenían 22 y 25 años y, lo mismo que Stefan Zweig y la mayoría de la gente, pensaban que Hitler iba a ganar la guerra. Mi abuelo había estado a favor de los «ingleses», como decía para simplificar. Supongo que mi abuela también, pero ella no me hablaba de esos temas. Mi abuelo me explicaba que los aliados habían ganado gracias a los americanos, y que los soviéticos habían aprovechado para tragarse media Europa. Lo que no le gustaba nada era hablar de la Guerra Civil. Un día que estábamos trasteando en su pequeño taller (un cuarto de techo altísimo en la azotea de la casa), le pregunté si había ido a la guerra. Me dijo que sí, que había tenido que alistarse por miedo, porque el hijo de p… de (aquí dijo un nombre que no recuerdo), que trabajaba en una farmacia, iba por ahí denunciando a la gente por roja. Tenía 19 años (mi abuelo, no el mancebo acusador). Me pareció que se le aguaban los ojos y me puse a hablar de otra cosa. Nunca más volví a preguntarle, pero no podía quitarme de la cabeza que a lo mejor había matado gente en la guerra. En otra ocasión que salió el tema, en una comida familiar, dijo que en la Guerra Civil él había sido cocinero y siempre había estado en la retaguardia. (Yo sabía lo que era la retaguardia gracias a un cómic de Astérix*). Me pareció que no era verdad. Primero pensé que era una simple broma, pero luego se me ocurrió que era una forma de no hablar del asunto: «A mí no me preguntes, que era un simple cocinero».

* No sé por qué, en casa lo pronunciábamos como palabra esdrújula (Ásterix). Supongo que en francés es aguda.


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