LAS TRES principales novedades de mi nuevo colegio eran las siguientes:
1. Se dejó de pegar a los niños. Sí, en efecto, los ministros del Señor, enseñantes y guías espirituales de las nuevas generaciones de españoles, tenían esa deplorable costumbre. Y, para más inri, la ejercían con refinada sofisticación. La especialidad del padre P, por ejemplo, era levantar del suelo al infortunado que se había hecho acreedor de su santa ira, tirándole de la patilla y, al soltarlo, propinarle (es decir, darle como propina) un coscorrón con los nudillos. Supongo que los progenitores (no uso esta palabra por cursilería, sino para diferenciarlos de los «padres» curas) lo sabían (era imposible no saberlo) y les parecía bien. Lo que es seguro es que lo toleraban. Para nosotros, como principales afectados, ésta fue una novedad bastante interesante.
2. El colegio pasó a ser mixto. Las niñas eran minoría, no por la discriminación que sufrían las mujeres en general, sino porque el colegio que nos compró (que era mixto) era más pequeño que el nuestro. Unas clases de más de cuarenta niños eran imposibles de equilibrar. La presencia de niñas no supuso ningún cambio especial para mí ni, creo, para mis compañeros. No recuerdo ninguna matraca con este asunto.
3. Empezamos a aprender inglés con «profesores nativos». Este concepto era completamente nuevo para nosotros. Recuerdo tres de estos profes. Miss D era una señora más vieja que la tela negra, como salida de una novela de Agatha Christie. Nos la imaginábamos tomando té con jengibre a las cinco (aunque no sabíamos qué demonios era el jengibre). Una vez organizó un concurso de traducción y yo gané un pequeño diccionario inglés-español viejo y súper gastado. Seguro que era el que había usado ella para aprender español. El segundo profe nativo era mister D. Tenía cara de buena gente, con el pelo lacio y barba, tipo jipi. No me llegó a dar clase a mí. Y el tercero, last but not least, era mister K, una especie de júligan, con melenita por detrás, rojo como un tomate, malhumorado y gritón. Siempre llevaba en la mano una regla metálica, a modo de espada, con la que nos amenazaba. Cuando se enfadaba con algún niño, le ponía la regla en el cuello en plan película del Rey Arturo, aunque nunca pasaba de ahí. A mí nunca me lo hizo ni vi que se lo hiciera nunca una niña. En fin, un matraca.
Macroscópicamente hablando, el verdadero cambio fue la desaparición de los curas en sí misma. No eran buenos profesores ni buen ejemplo para nosotros (ni para nadie). Esta opinión mía no tiene nada que ver con las creencias religiosas. Que cada uno crea lo que quiera, faltaría plus. Se trata de algo más terrenal. Muchos de estos profes curas (ellos mismos nos contaban sus vidas) habían salido de sus pueblos (con todo el cariño y respeto para los pueblos) para ingresar en el seminario siendo apenas unos chiquillos, en los años 40 o 50. No conocían otra realidad ni habían recibido otra formación que la del seminario, sin un verdadero contacto con el mundo real. Y luego los mandaban a dar clase. No tenían habilidades pedagógicas ni sociales, tenían ideas anticuadas y nula capacidad de pensamiento crítico. Eran intransigentes y soberbios. Esta opinión es fruto de mi experiencia personal y no puedo generalizarla. Seguro que también existían curas cracks y guays. Lo que pasa es que, al margen de individuos concretos, la influencia sobre (las moldeables mentes de) la infancia ha sido desde siempre una premeditada estrategia de la Iglesia. Por eso los curas se dedicaban a fundar colegios, los muy perrillos.
