CUANDO yo era pequeño veía películas de guerra, jugaba con soldaditos y hacía maquetas de aviones y barcos de la Segunda Guerra Mundial. Hacer maquetas estaba de moda. Mi avión favorito era el Hawker Hurricane inglés, un caza parecido al famoso Spitfire. También me llamaban la atención los cascos de los soldados: los ingleses eran como un plato; los alemanes, más redondos y con un reborde característico (tipo Darth Vader); los americanos se parecían más a los actuales. Ahora lo pienso y me parece chungo haber jugado a la guerra. Tampoco le voy a dar más vueltas. Pero me inquieta imaginar que, en las circunstancias de mi padre-niño, yo también podría haber sido un balilla nazi germanófilo o un niño comunista bolchevique. Un reto no utópico para la humanidad (bueno, semiutópico) sería dejar de fabricar juguetes bélicos. Para que los niños no asuman que la guerra es una cosa normal ni, mucho menos, épica, y tal vez romper el círculo. Y como reto utópico, eliminar totalmente cualquier forma de violencia. La guerra es lo puto peor, como se dice ahora. Simios contra simios. Los peores no son los militares, los dirigentes políticos, ni el pueblo llano que los elige y/o tolera por interés y/o cobardía. Los peores, los más cabrones de todos, son los científicos y los ingenieros, que se dedican a inventar formas de liquidar a sus semejantes. Por pasta o, peor aún, solo por el reto. “¿Qué tal hoy en el curro?” “Guay, se nos ha ocurrido una idea genial: una mina antipersona que salta cuando la pisas y explota a medio metro del suelo. Así te arranca las piernas a la altura de las rodillas”. “Uh… Mola”. Me parto y me mondo con los que propugnan un gobierno de científicos. Ya sé que a todo esto de la guerra se le puede dar la vuelta y hablar de defensa, libertad, valores y tal. Vivimos en la era de los eufemismos. Pero yo no le hago falta a la causa del militarismo, ya tiene sus acólitos y abogados defensores.
