NACÍ EN 1967, apenas 22 años después del final de la Segunda Guerra Mundial. 22 años no son nada. Ya ha pasado más tiempo desde el atentado a las torres gemelas de Nueva York y parece que fue ayer. Y eso que ahora las cosas cambian más rápido que antes. La gente se cree que la guerra terminó el día que dicen los libros de historia. Pero en realidad siguió durante años en forma de venganzas y ajustes de cuentas. Primero, con brutalidad explícita amparada en la impunidad del caos. Después, el odio cristalizado: nuevas fronteras y nuevos regímenes políticos. 22 años son menos que nada, un suspiro. Mi madre nació en 1941, en plena Segunda Guerra Mundial. Mi padre, en 1932, un poco antes de la Guerra Civil. Hijos de la guerra. Y yo, hijo de la posguerra. Iba a decir que no sé qué es peor. Pero sí lo sé.
En 1942, cuando el escritor Stefan Zweig se suicidó porque pensaba que Hitler iba a ganar la guerra, mi padre tenía diez años. Un muchacho que empezaba a tener uso de razón. Según me contaba cuando yo era pequeño, era germanófilo (mi padre, no Stefan Zweig). No decía que estaba a favor de los alemanes, sino que era germanófilo. Como si fuera un sentimiento más profundo, no sé cómo explicarlo. Me contó que una vez fue al puerto, con otros niños germanófilos, a tirarle piedras a un destructor inglés que estaba fondeado en la bahía. Estaba fuera de su alcance y a lo mejor no era un destructor ni era inglés, pero le tiraron piedras. Se apuntó en una organización juvenil (infantil, más bien) de la Falange Española, llamada, si no recuerdo mal, los balillas. Un niño fascista. En aquel entonces yo no le daba más importancia a esas historias.
