ALGUNA gente me mira con cara rara cuando digo que uno de mis autores favoritos es Pedro García Cuartango. Unos, los menos, porque no saben quién demonios es. Otros, porque lo consideran un nostálgico, y la nostalgia, según los gurús del desarrollo personal, es auténtica kriptonita para cualquier aspirante a la felicidad.
A mí, que suelo empatizar con los escepticopesimistas, me cayó bien desde el principio por un motón de razones: porque le gustan los libros de Guillermo Brown; porque prefiere ojear un libro (echar un ojo) a hojearlo (pasar las hojas); porque vivió en París; porque escribiendo es un cruc (máximo nivel de crack, ver el palike #4)…
Con los detractores de la nostalgia estoy de acuerdo en que no se puede recobrar un paraíso perdido. Nunca funciona y es contraproducente intentarlo.
Sin embargo, tachán, la nostalgia sirve para una cosa fundamental: recordarnos que la verdadera felicidad está en las cosas sencillas de la vida. La gracia, por supuesto, no está en recordarlo y ya, sino en ponerse las pilas y actuar en consecuencia. Tic-tac. Nadie, en su lecho de muerte, se lamenta de no haber podido rellenar un último Excel en el curro, pero sí de no haber [ponga aquí su cosa guay preferida].
