La niebla abandonaba lentamente la plaza.
Un hombre que se parecía a Orestes. Álvaro Cunqueiro.
Elías Tarsis no levanta la mirada, gracias a ello sus ojos no chocan con los del “robot implacable” que tiene frente a él.
La torre hendida por el rayo. Fernando Arrabal.
Tristeza sobre un caballo blanco.
Tristeza sobre un caballo blanco. Alfonso García-Ramos.
Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado y no me esperaba nadie.
Nada. Carmen Laforet.
El año en que Onofre Bouvila llegó a Barcelona la ciudad estaba en plena fiebre de renovación.
La ciudad de los prodigios. Eduardo Mendoza.
Olegario no sólo fue un as del presentimiento, sino que además siempre estuvo muy orgulloso de su poder.
Los bomberos. Mario Benedetti.
Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo.
La familia de Pascual Duarte. Camilo José Cela.
He nacido para morir y siendo mi muerte una cosa cierta, tanto que ni Dios puede impedirla sin menoscabo de la justicia, pues si todos los nacidos han de morir, la gracia a uno de ellos concedida sería agravio de todos los restantes, no debo, ni quiero, emplear mis talentos de manera mala.
Mansura. Félix de Azúa.
La noche de principios de otoño caía en Santiago, resignada ante un remolón verano que se resistía a desaparecer.
La rosa de piedra. Javier García, Susana Ríos y Laureano Zurita.
La primera vez que Jean-Claude Pelletier leyó a Benno von Archimboldi fue en la Navidad de 1980, en París, en donde cursaba estudios universitarios de literatura alemana, a la edad de diecinueve años.
2666. Roberto Bolaño.
A las cuatro de la tarde, la chiquillería de la escuela pública de la plazuela del Limón salió atropelladamente de clase, con algazara de mil demonios.
Miau. Benito Pérez Galdós.
Alá es grande.
Tuareg. Alberto Vázquez Figueroa.
